DIMENSIÓN COMUNITARIA DE LA ACCIÓN PASTORAL EN LA IGLESIA
01 | 11 | 2014
La dimensión comunitaria es un aspecto
fundamental de la pastoral, que revela la identidad misma (koinonia) y la
misión (martyria) de la Iglesia. Los elementos que se consignan a continuación
no agotan la materia; buscan solamente sugerir algunos horizontes de reflexión
y de compromiso apostólico. Conviene subrayar, desde el principio, que la
dimensión comunitaria no brota simplemente de una estrategia logística para
plantar el misterio del Reino de Dios con la máxima eficacia pastoral.
La dimensión comunitaria nace de una
Iglesia particular, en la que está presente la Iglesia universal, enriquecida
con el don de la comunión y la misión de su Esposo y Cabeza, Cristo Resucitado;
que se propone colaborar con el Espíritu Santo, que la mueve para que el misterio
de salvación sea acogido y vivido en plenitud por los creyentes, en la medida
en que se anuncia la Palabra, se celebran los Sacramentos, se promueve la
fraternidad y se trabaja seriamente en la transformación del mundo.
1. La dimensión comunitaria en la vida de la
Iglesia
La dimensión comunitaria de la pastoral
surge de la misma identidad de la Iglesia que es comunidad, como se ve desde su
fundación y como puede constatarse a lo largo de la historia. Un breve
recorrido permite ver que esta dimensión es esencial y ha sido constante.
1.1.
Los
Doce
Jesús aparece desde el comienzo de su
ministerio con una comunidad que él ha convocado y que lo acompaña siempre. Se
ve esto de un modo especial en el Evangelio de Marcos, hecho para las
comunidades primitivas que iniciaban el itinerario catecumenal. “Los Doce” (oi dodeka) es el nombre de
esta comunidad que tiene como primera finalidad, desde su constitución, el
estar con Jesús (Mc 3,14). A lo largo del Evangelio, en las secciones
principales y en contextos diversos, aparece la presencia de Los Doce
acompañando el camino de Jesús desde la primera predicación hasta la prueba
final (Mc 1,16-20; 3,14-16; 4,10; 6,7; 6,31; 8,27-30; 9,35-40; 10,32-35; 11,11;
14,10.17.20.43; 16,7).
Esta comunidad de Los Doce es
paradigmática de toda comunidad cristiana. Por tanto, resulta siempre útil
mirarla en el itinerario de fe y de seguimiento de Jesús que va haciendo, pero también en su
ignorancia y en su incapacidad para entender y acoger el misterio del Reino de
Dios. Admira que la finalidad fundamental de esta comunidad sea “el estar con Jesús”, con una presencia
física que lo acompaña. No era tanto para adherirse intelectualmente a él, para
acogerlo y obedecerlo, sino para que estuvieran establemente con él. Del estar
con él se deriva otra razón por la que designó a Los Doce: para enviarlos a
predicar. Así quedan marcadas la identidad profunda y la unidad vital de la
“koinonia” y de la “martyria”.
1.2.
Las
Comunidades Apostólicas
Afrontar el tema de la comunidad
primitiva exige, de una parte, hacer una exposición de las varias comunidades
cristianas que sucesivamente se fueron fundando partiendo de Palestina en el
primer siglo, estudiando sus funciones, las relaciones que existían entre ellas
y la vida interna que llevaban. De otra parte, sería necesario considerar el
exacto significado, como “comunidad primitiva”, para el sucesivo desarrollo del
cristianismo. Es decir, hasta dónde la vida y el modo de pensar de estas
comunidades son normativos para las comunidades de los siglos siguientes.
Aunque estamos acostumbrados a hablar de
“comunidad primitiva” refiriéndonos un poco al cuadro idealizado que los Hechos
(1-5) nos presentan de la comunidad de Jerusalén, el cristianismo de los
orígenes debió ser una realidad más viva y compleja. Sin embargo, como aparece
en Pablo (Rm 15,19.25; Gal 1,17; 2,1), Jerusalén durante muchos años es un
punto de referencia para la misión, aunque la comunidad más activa era
ciertamente Antioquía. La comunidad de Jerusalén, casi desde el principio,
debió organizarse en varias comunidades; los Hechos hablan de los “hebreos” y
de los “helenistas”. Lo cual prueba que la predicación y el culto se hacían
desde el principio en arameo y en griego.
A veces nos hacemos una idea un poco
idílica del cristianismo primitivo. Nos imaginamos el fervor de los primeros
cristianos como algo absolutamente límpido, sin manchas ni sombras. Muchos
textos del NT aluden a situaciones difíciles de las comunidades (Fil 2,21;3,18;
2 Cor 12,20-21). En ellas había graves problemas morales, pastorales y
doctrinales (1 Cor 5,1; 8,10; 11,14; 14,33). Problemas como la aceptación de
los paganos en la Iglesia sin pasar por el judaísmo y el superar las
prescripciones alimenticias judías, que ofrecieron peligros de cisma y de
bloqueo de la actividad misionera. Para estas dificultades no tienen soluciones
prefabricadas y en cada caso apelan a las palabras de Jesús, al discernimiento
según la guía del Espíritu, al diálogo, a la autoridad, a la experiencia.
No es posible hacerse a la idea de un
cuadro unívoco de las primitivas comunidades. Pero a pesar del pluralismo de
estas comunidades y de los problemas que entre ellas se presentaron, por su
cercanía con Jesús y por estar descrita su vida en los textos del NT, ellas
siguen siendo un punto de referencia para cualquier reflexión sobre la
naturaleza y la dimensión comunitaria de la Iglesia. Sin embargo, no es posible
tomar estrictamente su comportamiento como norma de vida; desde el principio
cambiaron y adaptaron según las circunstancias algunos comportamientos; por
ejemplo, lo que se refiere al templo, a los alimentos, a la comunidad de
bienes.
Sin entrar en un estudio detenido, se
pueden identificar algunas constantes de las comunidades primitivas. En primer
lugar, la escucha de la Palabra y la participación en los sacramentos
especialmente el Bautismo y la Eucaristía, dentro de un proceso de iniciación
cristiana. Son comunidades que sufren un estado permanente de oposición por
parte del ambiente dominante (He 4,1-3; 5,41; 13,50; 14,2.5.19), pero estas dificultades
muestran su vitalidad pues son afrontadas con alegría y confianza (He 5,41,
13,51.52). Otras características son el espíritu de oración (He 1,14; 2,1; 3,1;
4,23-24;5,11); la prontitud para la ayuda mutua dentro de cada comunidad y
hacia las comunidades hermanas, la predicación o enseñanza y la unión con los
legítimos pastores (He 2,44-45; 4,32-35; 6,1-5;11,29-30¸20,35).
1.3.
En
los siglos posteriores
San Ignacio de Antioquía, en la Carta a
los Romanos, describe la Iglesia en clave comunitaria: “La Iglesia es la sociedad de los amigos de Cristo, es decir, de los
que le aman y son amados de Él y que por amor suyo se aman entre sí; es ante
todo una fraternidad y un ágape”. A lo largo del s. III las comunidades se debilitan y empieza
a crecer la masa que es cristiana como puede serlo la masa, el agua del
bautismo moja la cabeza, pero el espíritu del Evangelio no entra en la persona.
Empiezan a surgir grupos de cenobitas que querían restaurar la vida de
comunidad que había llevado Jesús y que había vivido la Iglesia en los tres
primeros siglos. En el s. IV, con San Benito, surgen y se desarrollan las
comunidades monásticas. Después surgen Órdenes, Congregaciones, Institutos y
demás formas de la vida religiosa, buscando mantener la fuente de la vida comunitaria
nacida de Cristo.
A partir de la cristiandad hay otro
despertar de la vida comunitaria entre los laicos deseosos de vivir el
Evangelio en diversas agrupaciones. Así nacen las cofradías, las terceras
órdenes y las fraternidades, compuestas por cristianos de todas las clases
sociales deseosos de vivir una vida evangélica marcada por la penitencia y la
acción caritativa. La mayor parte de estos grupos no nacen aislados sino dentro
de las mismas parroquias. En el preconcilio Vaticano II surgen iniciativas como
la Acción Católica, las Cominautés d’Evangile y los Cursillos de Cristiandad
que despiertan el sentido de comunión y de responsabilidad apostólica de los
laicos. Con este breve recorrido podemos ver que la Iglesia, a lo largo de los
siglos, ha encontrado maneras de vivir su naturaleza comunitaria y de responder
al desafío de las circunstancias. Esto nos alienta a discernir lo que debemos
hacer hoy. El momento es de esperanza y de grandes posibilidades.
2.
Naturaleza de la
dimensión comunitaria de la pastoral
La acción pastoral resulta de todas
aquellas iniciativas que una comunidad cristiana realiza con los fieles, es
decir, con los ya iniciados e incorporados a la comunidad. Estas iniciativas se
encaminan a seguirlos educando en la fe y a hacer de ellos miembros activos en
la vida y misión de la Iglesia. Lo peculiar de la acción pastoral es la
animación cotidiana de la fe, con vistas a la comunión (koinonia) y a la misión
(martirya) (cf DGC 70). Se trata, en síntesis, de cultivar una experiencia de encuentro
con Dios Padre, con Cristo Resucitado y con su Espíritu Vivificante a la luz de
la Palabra, viviendo la celebración litúrgica y en contacto con los
acontecimientos y el servicio a los más necesitados (cf CrL 4,63; DGC 71-72;
NMI 54-56).
La dimensión comunitaria de la pastoral
se propone ofrecer los apoyos necesarios en los aspectos litúrgicos,
doctrinales, fraternos y apostólicos, para que los fieles crezcan como
auténticos cristianos dentro de la comunidad y abiertos al mundo, para que
vivan la “koinonia” y la “martirya”. Es el momento en el que los que recibieron
la fe la viven y la testimonian. Los agentes de esta dimensión pastoral son, de
una parte, toda la comunidad y, de otra, las personas que han descubierto
carismas y están preparadas para comprometerse en “pastorales específicas”.
Comunión y misión, bajo la fuerza del Espíritu, dan el sentido y la plenitud a
la vida de los creyentes. Todo esto es propio de la acción pastoral comunitaria
en la Iglesia diocesana.
La vocación al discipulado misionero es
con-vocación a la comunión en la Iglesia. No hay discipulado sin comunión. Esto
significa que una dimensión constitutiva del acontecimiento cristiano es la
pertenencia a una comunidad concreta, en la que podamos vivir una experiencia
permanente de discipulado y de comunión con los sucesores de los Apóstoles y
con el Papa (A 156). En las Iglesias particulares, todos los miembros del
pueblo de Dios, según sus vocaciones específicas, están convocados a la
santidad en la comunión y la misión (A 163). Así, la Iglesia peregrina vive
anticipadamente la belleza del amor, que se realizará al final. Su riqueza
consiste en vivir ya en este tiempo la “comunión de los santos”, es decir, la
comunión en los bienes divinos entre todos los miembros de la Iglesia, en
particular entre los que peregrinan y los que ya gozan de la gloria (LG 49; DA
160).
3. Orientaciones
del Magisterio
Es amplia la doctrina del Magisterio de
la Iglesia sobre este tema. No resulta posible traerla de un modo completo;
simplemente se reseñan algunos temas fundamentales de los documentos más
recientes.
3.1.
Concilio Vaticano II
Sin lugar a dudas, para captar la
dimensión comunitaria de la pastoral en la Iglesia es preciso ir especialmente
al Vaticano II. De otra parte, es bueno decir que el concepto clave para
interpretar toda la eclesiología de este Concilio, el que resume y señala el
camino de renovación de la Iglesia, es el concepto de “comunión”. El haber centrado la teología del misterio de
la Iglesia en este concepto de “koinonia” ha constituido quizás la innovación
de mayor trascendencia para la eclesiología y la vida de la Iglesia. El
Vaticano II dedica dos constituciones al misterio y a la misión de la Iglesia.
Allí expone cómo el proyecto de Dios es un proyecto de comunión. La Iglesia
Católica, que en sí misma es una comunión de Iglesias locales, es “un
un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y
de la unidad de todo el género humano” (cf LG 1,2,4,8,7,9,14,32 etc.).
La Iglesia está llamada a ser un sólo “cuerpo,
en el que Cristo es la cabeza. Sin embargo, aunque real, la comunión eclesial
no es perfecta, pues coexiste con las debilidades propias de sus miembros. La
Iglesia abraza en su seno a pecadores y, siendo santa, necesita al mismo tiempo
de continua purificación y conversión (LG 7.8). Por ello, la comunidad
cristiana camina bajo la esperanza de alcanzar la comunión perfecta al final de
los tiempos. De otra parte, la pluralidad y la diversidad si se encauzan bien,
en lugar de ir contra el misterio de comunión que es la Iglesia, son un
elemento positivo.
El Vaticano II ha desarrollado una
auténtica eclesiología de comunión, en la que se considera a todos los fieles
cristianos -clérigos, religiosos y laicos- en la comunidad de la Iglesia. Los
cristianos, unidos a Dios por el Bautismo, reciben de Él la vida divina y
participan del amor trinitario, a través de Jesucristo en el Espíritu Santo.
Esta participación crea la “koinonía” en la Iglesia y la empuja a extenderla a
toda la humanidad. Desde esta perspectiva, la Iglesia se configura como una
“comunión orgánica”, caracterizada por la diversidad y complementariedad de las
vocaciones y formas de vida, los ministerios, los carismas y responsabilidades,
gracias a los cuales cada uno de los fieles cumple una misión en relación con
todo el Cuerpo (cf LG 7; CD; PO; PC; AA).
Entre los dones con que el Espíritu
Santo guía a la Iglesia, ocupa el primer puesto la gracia de los Apóstoles y
entre ellos Pedro, como principio de comunión de las Iglesias y fundamento de
la unidad del Episcopado y de la Iglesia universal (cf LG 18-24). Una Iglesia que vive la dimensión comunitaria
será capaz de atraer con mayor facilidad mediante el testimonio y la
evangelización a quienes nunca han pertenecido a ella. Del mismo modo, facilitará
el diálogo con otras comunidades cristianas que no están en plena comunión con
la Iglesia católica, así como el diálogo con las otras religiones. Podrá,
realmente, situarse como un verdadero signo de salvación en el mundo (UR 7-8;
GS 40-43).
3.2
Sínodo de los Obispos
La dimensión comunitaria de la pastoral
en la Iglesia expuesta por el Vaticano II ha sido también desarrollada en las
asambleas del Sínodo de los Obispos. De un modo especial en el Sínodo de 1969,
que se ocupó de la colegialidad de los Obispos; en el Sínodo de 1974, cuyas
reflexiones recogió la Exhortación Evangellii
Nuntiandi, donde se presenta la evangelización como un acto comunitario y
se subraya el valor de las comunidades eclesiales de base como un lugar de
comunión entre los bautizados y fuente
de comunidad para los hombres (Cf EN 13,23,58,60,62,77); en el Sínodo de 1987,
del que proviene la Exhortación Christifideles
Laici, que expone la vida y la misión de los laicos en la Iglesia, misterio
de comunión, dentro de la eclesiología del Vaticano II (Cf CfL 18-20); y en el
Sínodo de 2001, que luego en la Exhortación Pastores
Gregis, presenta al Obispo al servicio de la comunión eclesial (Cf PG
8,22,44,55,59).
3.3.
La Conferencia del Episcopado Latinoamericano
Las asambleas del CELAM han subrayado
ampliamente la dimensión comunitaria de la Iglesia y de la pastoral en sus
documentos conclusivos. Para señalar sólo algunos elementos, se puede decir, en
primer lugar, que según el proyecto de Dios los hombres no se deben salvar
individualmente sino en comunidad (M 2,24;6,8-9; 8,10; P 630,878,974; SD
25-27,55,61,106, 276-279; A 154-156) y que la comunidad tiene su raíz en la
Palabra de Dios y en la Eucaristía (M 6,9; 9,3; A 158). Se habla de las
diversas formas y estilos de comunidad y de los lugares eclesiales para la
comunión (P 731; A 1164-183). La Iglesia debe verse como sacramento de comunión
(SD 38,55,78,123; P 104,243,270,373).
Se explicita el puesto de obispos,
presbíteros, religiosos y laicos en la Iglesia comunidad (M 11,16; P
653,744,752; SD 38,69,76,91; A 186-221). Se subraya la importancia de la
comunidad diocesana y de la parroquia como comunión de comunidades (SD
58,60,142; A 164-177; 304-306). De un modo particular, estos documentos
estudian la realidad y la misión de las comunidades eclesiales de base y de las
pequeñas comunidades; piden que se multipliquen, que se centren en la Palabra,
que sus miembros vivan verdaderamente la fraternidad y que sean un medio para
la promoción humana y el desarrollo de la sociedad (M 8,10; 15,8-12; P
96-98,261-262,640-648; SD 61-63,142,259; A 178-180,307-310). Finalmente, se
presenta la familia como la primera comunidad evangelizadora (P 617; SD 64,214;
A 302-303).
3.4.
Directorio General de Catequesis
Pone de presente que la comunidad
cristiana es no sólo el origen y el lugar de toda catequesis iniciatoria, sino
también la meta de esta educación básica de todo cristiano (Cf DGC 254). La
comunidad cristiana, después de acoger y acompañar a los interesados en
adentrarse en la vida nueva, por fin, los incorpora en su seno, como miembros
del Cuerpo de Cristo resucitado, que ella misma es (DGC 254). La acción
catecumenal proporciona a los fieles una primera madurez cristiana, pero los
recién iniciados necesitan una comunidad viva y madura que los vaya
consolidando en su fe a través de una formación integral o educación cristiana
permanente (cf DGC 69-72).
Puede decirse que no hay verdadera
catequesis sin comunidad. El ámbito normal de la catequesis es la comunidad.
Más todavía, la catequesis es una acción educativa que se realiza desde la
responsabilidad de toda la comunidad, en un contexto o clima comunitario
referencial, para que los que se catequizan se incorporen activamente a la vida
de dicha comunidad. De otra parte no hay comunidad sin catequesis. Desde los
comienzos de la Iglesia, los que escuchaban la enseñanza de los apóstoles se
agregaban a la comunidad (cf DGC 49,51, 69-72).
3.5.
Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte
Pienso que en el magisterio reciente
vale la pena tener en cuenta, por lo que se refiere a esta dimensión
comunitaria, lo que ha señalado el Papa Juan Pablo II cuando le ha trazado un
plan pastoral a la Iglesia en la Novo
Millennio Ineunte. Presenta los rasgos de las comunidades cristianas: son
lugares donde tiene primacía la gracia, se construyen a partir de la escucha de
la Palabra, son auténticas escuelas de oración, tienen su momento culminante en
la Eucaristía dominical, respetan a cada persona en el camino de su
evangelización, son lugares donde es patente la comunión, acogen todos los
dones del Espíritu Santo y allí los pobres se sienten como en su casa (NMI
30-50).
De otra parte, expone lo que constituye
la espiritualidad de comunión. La
comunión es el fruto de aquel amor que, surgiendo del Padre, se derrama en
nosotros a través del Espíritu que Jesús nos da, para hacernos un solo corazón
y una sola alma. De allí viene la capacidad para valorar, acoger, amar y ayudar
a los hermanos. En este campo tenemos la tentación de ir a acciones concretas y
lo más importante es promover una espiritualidad de comunión como principio
educativo. La gran tarea en este milenio es hacer de la Iglesia la casa y la
escuela de la comunión si queremos ser fieles a Dios y a la esperanza del mundo
(cf NMI 4,42-45).
4. Retos y
posibilidades que se presentan desde esta dimensión
Se
enumeran, sin hacer análisis detallados, algunas situaciones, tanto en el
ámbito sociológico como en el eclesial, que nos desafían pero que a la vez
abren posibilidades para la vida comunitaria.
- El
desarrollo creciente de la sociedad de consumo, la extensión de las
ciudades y la multiplicación de los grandes conjuntos urbanísticos
verdaderas “ciudades dormitorios”, la moderna centralización de los Estados,
el repliegue del individuo, la desintegración de las familias, la
incomunicabilidad y aislamiento en que viven muchas personas han producido
un fenómeno de masificación y anonimato.
- Al mismo
tiempo se asiste, reacción del ser humano que es social por naturaleza y
vocación, a una búsqueda de desarrollo de la personalidad, a una toma de
conciencia de las responsabilidades sociales, a una voluntad de pertenecer
y participar en los diversos niveles de la realidad social, a un anhelo de
hacer parte de un grupo donde cada persona pueda integrarse,
identificarse, interrelacionarse y crecer.
- Los
inmensos recursos que la ciencia y la tecnología nos ofrecen en todos los
campos y de un modo especial en el de la comunicación facilitan, si se los
emplea debidamente, la integración, la formación y la cooperación de las personas y de los grupos, dentro
de la “aldea global”. Mal utilizados quedan al servicio del
individualismo; por tanto, constituyen, a la vez, un reto y una
posibilidad en la dimensión comunitaria.
- Se van
constituyendo en el seno de las sociedades grupos y colectivos con
dimensiones, motivaciones y finalidades diversas, que en razón de defender
su identidad o sus derechos no pocas veces seccionan y hasta enfrentan
grandes sectores de la sociedad.
- La
violencia, que se expresa en tantas formas y en todos los niveles de la
sociedad, genera desconfianza, agresividad, propósitos de autodefensa y de
venganza, impidiendo el fluir normal de las relaciones sociales y de la
necesidad de comunicación e integración del ser humano.
- La
situación de injusticia, inequidad y pobreza en que viven tantas personas
desafía la comunidad eclesial y el proyecto de evangelizar el mundo, pues
esta situación no responde ni al plan de Dios, ni a la dignidad humana, ni
al proceso de desarrollo e integración que debe promover permanentemente
la Iglesia.
- La
situación de los jóvenes de hoy, verdaderos huérfanos, que se encuentran
sin un ambiente humano, sin una comunidad en la que se puedan insertar y
participar para ser ellos mismos, sin un camino en el que puedan situar su
proyecto personal y su deseo de aportar algo nuevo al mundo, desafía la
vocación comunitaria de la Iglesia.
- La
creciente desintegración familiar es también un reto, pues en esta crisis
la Iglesia debe ser el ámbito comunitario en el que se preparan los que
van a formar un hogar y encuentran apoyo los náufragos de familias
destruidas.
- Igualmente,
dentro de la Iglesia se experimentan fenómenos como la masificación, el
individualismo, la desarticulación de fuerzas, la falta de objetivos
comunes, la falta de sentido eclesial, la visión recortada del
cristianismo sin la dimensión comunitaria.
- La crisis
de las instituciones tradicionales, de las estructuras caducas que ya no
trasmiten la fe como la organización parroquial, el método catequético, la
pastoral clericalista y paternalista, han venido generando una fe
individualista, una fe desvinculada de la vida concreta, una vida sin la
experiencia comunitaria de la salvación obrada por Cristo.
- Así mismo,
es un desafío hacer realidad el redescubrimiento de la naturaleza y la
misión de la Iglesia como sacramento de salvación, del papel fundamental
de la comunidad en la construcción de la persona y de la sociedad, del
puesto y la misión de los laicos en la vida eclesial.
- El término
comunidad puede ponerse de moda en diversos momentos y referirse a una
realidad multiforme y difícil de describir, que no tiene consistencia, ni
duración, ni satisface las necesidades de las personas generando vacío y
decepción, lo cual arruina la realidad profunda y el anhelo sentido de
vida comunitaria por parte de muchos católicos.
- La
presencia de diversos grupos religiosos, de sectas cristianas, de sectores
católicos que no están en comunión, de las “iglesias paralelas” que han
creado algunos movimientos católicos, de los grupos informarles que
pululan y de las iniciativas más diversas a partir de personas
carismáticas o excéntricas son un desafío a la comunión eclesial y a una
verdadera vida comunitaria. Sin embargo, esta situación está mostrando
también la necesidad de comunidad y el vacío pastoral en algunas diócesis
y parroquias.
- Muchos
católicos carecen de sentido de pertenencia a la Iglesia. Así se entiende
que se critique la Iglesia como una entidad en la que no se tiene parte ni
responsabilidad; que se la vea como una institución más y no como la
comunidad de fe a la que se pertenece; que se la deje tan fácilmente por
cualquier dificultad o por cualquier oferta que llega; que se lleve una
doble moral dando lugar al llamado “cisma silencioso”; que no se asuma el
compromiso de participar y de ser misionero.
- La
iniciación cristiana, tanto de los adultos como de los niños, sin un
proceso adecuado y un contexto comunitario, contribuye a mantener la
sacramentalización y la masificación. Igualmente, sin una comunidad
concreta la nueva evangelización no logra ayudar a hacer un itinerario de
fe y una experiencia efectiva de seguimiento de Cristo.
- La imagen
no siempre favorable que tiene la Iglesia, la gran desinformación sobre la
realidad eclesial, la crítica sistemática y la manipulación de la doctrina
y de la vida de la Iglesia dificultan la importante tarea señalada por el
Vaticano II de que la Iglesia debe ser signo y fermento de unidad en la
comunidad humana.
- La
pasividad, el acomodamiento, el miedo al cambio, la falta de pasión están
demorando la tarea urgente de rehacer el tejido comunitario eclesial y aun
de crear un nuevo paradigma de Iglesia. Si no discernimos, si no
decidimos, si no emprendemos algo programado y de conjunto, seguimos
retardando la llamada del Espíritu que nos urge desde el Vaticano II.
3.
Perspectivas y
prioridades pastorales
Entre
otras, podrían señalarse las siguientes:
- Difundir la eclesiología del
Concilio Vaticano II que parte de la Iglesia particular como misterio
de comunión que tiene su origen en el misterio de Dios, que ha subrayado
el carácter profético, sacerdotal y real de los miembros del pueblo de
Dios haciéndolos a todos partícipes de la misma misión y agentes de la
vida pastoral. Estas dos ideas, que pueden superar un catolicismo
sociológico y hacer de la diócesis casa y escuela de comunión, llevan a
entrar en una dimensión comunitaria de la pastoral que ayude a una
profunda renovación de la Iglesia y de la evangelización. La comunidad
cristiana primordial es la Iglesia particular, presidida por el Obispo
diocesano. En la comunión de todas las Iglesias particulares toma cuerpo y
vida la Iglesia Universal. La Comunidad diocesana y su Pastor son los
referentes dinámicos de esa dimensión comunitaria de la pastoral en la
Iglesia.
- Promover una espiritualidad de
comunión
tal como ha sido expuesta por el Magisterio. Con frecuencia se cree que
sólo una organización vigorosa le permite a la Iglesia diocesana que sus
actividades sean eficaces en la implantación del Reino de Dios. Si esto
fuera así, el principio originante de la vida pastoral de la Diócesis
sería la técnica en la práctica pastoral. Pero, en realidad, la acción
pastoral comunitaria surge de la misma naturaleza de la Iglesia diocesana,
habitada y dinamizada por el Espíritu de su Señor Resucitado. El Obispo es
el garante de todo cuanto promueve la comunión interna y da autenticidad a
las diversas funciones pastorales; él con los organismos de comunión y sus
colaboradores traza los caminos y programas de la vida diocesana.
- Renovar las Parroquias. La
masificación, la ampliación del territorio y de la población, las nuevas
configuraciones sociológicas han llevado a que se haya perdido el
fundamento social y la eficacia de la pastoral, pues frecuentemente no
existe una comunidad humana en la que las personas se conocen y tienen
lazos afectivos. Hoy debemos reconocer una hipertrofia de la parroquia
moderna, mostrándola como una división administrativa de la diócesis, como
una estructura demasiado rígida y pesada que ha perdido su identidad de
comunidad; por tanto en ella los fieles se sienten perdidos en el
anonimato y ven que no responde a sus necesidades. La parroquia no está
superada; ella tiene su función. Urge renovar las parroquias para que
respondan a su misión y para llevar a la comunión las comunidades que se
van formando dentro de ella. Todo proyecto de evangelización pasa por una
renovación de la parroquia. La dimensión comunitaria de la pastoral tiene
un campo privilegiado en la comunidad parroquial, sobre todo, cuando ésta
se concibe y vive como "comunión de comunidades".
- Formar pequeñas comunidades
eclesiales.
La creación de pequeñas comunidades debe pasar al primer puesto entre los
proyectos pastorales, no como un movimiento que absorbe sus miembros, sino
en profunda vinculación a las parroquias. Ellas aparecen como un núcleo
primero y fundamental de la Iglesia. Son una célula inicial de la
estructuración eclesial, un centro de evangelización e incluso un agente
de promoción humana y de progreso. Permiten una profundización de la
Palabra de Dios, un espacio de oración, una experiencia de fraternidad y
de comunión eclesial. Se esfuerzan en profundizar la fe, en traducirla en
la vida cotidiana y en comunicarla de forma apostólica. Siendo presencia de
Dios en el mundo, son el mejor medio para ayudar a la Iglesia a renovarse
y a influir en la sociedad. En medio de la masificación y el anonimato, el
egoísmo y la violencia, la superficialidad y la codicia, la Iglesia tiene
en ellas la oportunidad de formar hijos de Dios y auténticos hermanos.
- Formar los laicos. La
comunidad cristiana debe afrontar seriamente la tarea de ayudar a los
laicos a formarse, a crecer en conciencia e ilusión misionera, a canalizar
su capacidad de compromiso y a situarse allí, donde de acuerdo con su
formación y sus carismas, puedan ser testigos del Señor y de su Evangelio.
Hoy es indispensable su presencia y su acción para crear comunidad y
realizar la nueva evangelización. Por tanto, hay que lograr que los laicos
se abran al Espíritu Santo para que se vinculen a la Iglesia y sean luz y
fermento en el mundo. Fomentar el compromiso y dar espacio para la acción
apostólica es lo que más entusiasma a los laicos en su propósito de ser
comunidad cristiana. Y en esto, es preciso decirlo de nuevo, resulta
indispensable integrarlos establemente en pequeñas comunidades eclesiales,
que les permitan vivir la comunión y la misión.
- Formar y acompañar las familias. La
familia, como Iglesia doméstica, es “espacio y escuela de comunión” ( A
302). Espacio donde se vive y experimenta, escuela donde se transmite y
aprende la vida comunitaria inicial, que es fundamento de la comunión en
la Iglesia, familia de Dios. En el hogar se genera la relación
paterno-materno-filial en la que se experimenta el amor oblativo y la
relación fraterna que resulta indispensable para vivir el amor con todos
los hijos de Dios. En la familia se aprende a ver el amor como principio y
fuerza que plasma y vivifica la comunión. La familia enseña a construir
comunidad en la medida que ayuda a cada persona a situarse en su dignidad
y vocación y a través de la práctica de la gratuidad, de la solidaridad y
de la participación. Por tanto, la dimensión comunitaria de la pastoral no
puede ignorar la familia como un sujeto activo indispensable.
- Integrar los movimientos y las
asociaciones a la vida y misión de la Iglesia. Desde la
dimensión comunitaria de la pastoral, ésta es otra urgente perspectiva de
acción: buscar que el laicado que está disperso en movimientos y
fraternidades porque tal vez no encontró espacio, formación y campo
apostólico en las parroquias, entre en un dinamismo de comunión con la
diócesis. De esta manera se puede llegar a purificar ciertas
espiritualidades, a evitar una creciente dispersión y a concentrar las
fuerzas pastorales en una misma dirección. Para esto es necesario un
cuidadoso acompañamiento de los movimientos que existen, evitar la
proliferación indiscriminada de otros y cuidar la reglamentación de su
presencia y acción en las diócesis.
- Darle más amplio espacio a la
persona y la acción del Espíritu Santo en la pastoral. Sólo él
puede crear en nosotros comunión y audacia apostólica. Donde está el
Espíritu de Dios hay amor, alegría, fortaleza y esperanza. Sin él Dios no
entra en nuestra vida, la Iglesia es una simple organización y la misión
no tiene fecundidad. Como dice san Pablo: “en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común” (1
Cor 12,7).
Bibliografía:
BORI Cesare, Koinonia. L’idea della comunione nell’ecclesiologia recente e nel Nuovo
Testamento, Brescia, 1992
DIANICH S., La Chiesa mistero di comunione, Torino, 1995
HAMMAN A., La vie quotidienne des premiers chrétiens, Paris, 1971
HOLSTEIN H., L’espérience del’evangile, la comunauté croyante du 1er
siècle, Paris, 1975
RAMOS J. A., La pastoral diocesana, en Teología pastoral, BAC, Madrid 1995
SARCIA A. Parrocchia si nasce, comunità si diventa, Chiesa-Mondo, Roma, 2004
(Apartes de la intervención en la Asamblea de la Conferencia Episcopal de Colombia, Bogotá, 5 de febrero de 2014)