CATORCE PROPUESTAS PASTORALES SAN JUAN PABLO II
05 | 05 | 2015
Hace diez años murió San Juan
Pablo II. Al recordar este aniversario, el Papa Francisco subrayaba que “su
enseñanza y su testimonio están siempre vivos entre nosotros”. Juan Pablo II
fue, ciertamente, un hombre de dotes excepcionales, un testigo luminoso de
Cristo y un pastor que se entregó sin reservas por la Iglesia. De otra parte,
hace casi veinte años, de abril a junio de 1996, en cuatro grupos, los obispos de
Colombia realizaron la Visita ad Limina.
En esa ocasión, el Papa Juan
Pablo cumplió el mandato recibido de “confirmar a sus hermanos” (Lc.22,32),
exhortándolos a tener “cuidado de toda la
grey en medio de la cual fueron puestos por el Espíritu Santo” (He.20,28). Con
cálido tono de padre, con voz segura de maestro y con firme autoridad de pastor
universal, trazó a los obispos y en ellos a todos los sacerdotes, religiosos y
laicos de Colombia, orientaciones bien claras y concretas acerca de la misión
que le atañe a la Iglesia en nuestro país.
Tantas veces esas enseñanzas
pasan casi desapercibidas y luego tenemos que lamentar haber sido sordos a la
voz de Dios. Repasando los discursos que Juan Pablo II pronunció en esa
ocasión, y que invito a estudiar de nuevo, me admira su plena validez y
actualidad. Por tanto, sin agotar la materia,
sintetizo las siguientes propuestas, que siguen siendo tareas prioritarias para
realizar, como él señala, “con creatividad y con audacia”, dentro de la
realidad de nuestro país y la misión que tiene la Iglesia.
No dejemos en el papel y en el
olvido los grandes desafíos y los horizontes seguros que Dios, a través del entonces sucesor de Pedro, ha
propuesto a nuestra conciencia y a nuestra responsabilidad de cristianos y
pastores. Volver sobre estos textos nos confirma la voluntad de Dios sobre
nosotros; nos invita a capacitarnos y comprometernos para estar a la altura de
lo que se nos confía; y nos llama, una vez más, a lanzar las redes con
esperanza en diversos campos del servicio eclesial.
1. Entrar en un proceso de
discernimiento acerca de lo que Dios espera de la Iglesia en Colombia. En un
contexto social y cultural que cambia aceleradamente, no podemos dejarnos guiar
por la inercia que se contenta con seguir los senderos trillados, sino que se
hace necesario afrontar con arrojo y creatividad, desde la Palabra de Dios, los
retos del mundo de hoy. Este discernimiento pastoral debe conducir a un
proyecto orgánico y de conjunto, en el que toda la Iglesia esté comprometida,
superando iniciativas aisladas y esporádicas. Sólo aunando todas las fuerzas se
puede realmente influir en el desarrollo de una cultura troquelada por los
ideales del Evangelio (Cfr. 25-5-96,7).
2. Una audaz acción evangelizadora
que responda a los cambios y las situaciones que experimenta la Nación. “La
Iglesia ha de estar presente en un período en que decaen y mueren viejas formas
según las cuales el hombre había hecho sus opciones y organizado su estilo de vida,
y ha de inspirar las corrientes culturales que están por nacer en este camino
hacia el Tercer Milenio. No podemos llegar tarde con el anuncio liberador de
Jesucristo a una sociedad que se debate, en un momento dramático y apasionante,
entre profundas necesidades y enormes esperanzas. Se trata de una coyuntura
socio-cultural que se presenta como una ocasión privilegiada para seguir
encarnando los valores cristianos en la vida de un pueblo, e impregnar todos
los ambientes con el anuncio de una salvación integral” (30-4-96,3).
3. Para un País que está
“moralmente enfermo”, urge un renovado esfuerzo de orientación moral. Así lo
exigen “el peligro de un relativismo que afecta tanto a la verdad como a las
costumbres, la corriente secularista imperante, la difusión de comportamientos
de corrupción, de injusticia y de violencia, que socavan los fundamentos mismos
de la convivencia humana”. La Iglesia que es “experta en humanidad” tiene que
advertirle al hombre cuándo está llegando a situaciones de progresiva autodestrucción,
cómo puede caminar hacia el verdadero bien, en dónde puede encontrar su
auténtica libertad (Cfr. 30-4-96,3).
4. Un compromiso decidido en
favor de la construcción de la paz. Ante el hecho doloroso de una violencia que
perdura desde hace décadas, que siembra dolor y terror, que frena un desarrollo
equilibrado de la Nación, se exige de la Iglesia “un compromiso activo, serio y
creativo por alcanzar nuevas metas de convivencia humana y de orden social, de
respeto por la dignidad de los pueblos y los derechos inalienables de la
persona humana”. Es urgente una “movilización de las conciencias que,
alimentadas con una cultura de la vida y del amor, las lleve a trabajar en
favor de la paz” (Cfr. 25- 5-96,2).
5. Un permanente esfuerzo de
conversión de obispos, presbíteros, religiosos y laicos, pues es necesario que
el “esplendor de la verdad” brille primero en el rostro de la Iglesia. Sin
testimonio de vida son inútiles las palabras del pastor. Esto exige cambios en
la forma de vida, en las opciones y métodos pastorales, en las formas de presencia
en la sociedad. Sólo si la Iglesia vive su vocación a la santidad, tiene la
autoridad y la libertad para anunciar la nueva vida en Cristo, la capacidad de
denunciar la mentira y la valentía para no desvirtuar el misterio de la Cruz
(30-4- 96,4).
6. Vivificar y fortalecer todas
las riquezas y posibilidades de la Iglesia Particular. La Diócesis, en efecto,
es el ámbito propio para expresar la fe, la comunión y la caridad; es el
contexto eclesial natural para delinear el modelo de pastor y de laico que se
requiere en el Tercer Milenio y para que uno y otro encuentren los medios específicos
para su santificación; es la estructura básica para la planeación y organización
de la acción apostólica; es el espacio privilegiado para integrar los carismas
de las personas, de los grupos y movimientos con los que Dios bendice a su
Iglesia (Cfr. 11-5-96,6).
7. Es preciso dedicar las mejores
energías al cuidado de los presbíteros. Tanto para llenar los vacíos existentes
en su formación y para ayudarlos en las pruebas y dificultades de su
ministerio, como para hacer auténticos presbiterios donde se viva la
espiritualidad del clero diocesano, haya signos claros de unidad y se crezca en
la caridad y el compromiso pastoral (Cfr. 11- 5-96,3).
8. Atender con responsabilidad al
gran desafío de la selección y formación de los futuros sacerdotes y la buena organización de los
Seminarios. No basta tener muchos seminaristas; la cantidad puede ser fruto
también de una interesada búsqueda por parte de algunos candidatos de
autoafirmación personal o promoción social. Es necesaria una auténtica
capacitación espiritual, intelectual y pastoral que garantice los presbíteros
idóneos y santos que necesita la Iglesia (Cfr. 11-5-96,4).
9. No postergar más la tarea
urgente de la formación y organización de los laicos. El Concilio Vaticano II
los ha invitado a que se ofrezcan a “trabajar con generosidad en la obra del
Señor”. Hay que lograr que el laicado congregue “hombres y mujeres de
pensamiento y acción, deseosos y capaces de animar cristianamente la sociedad
colombiana”. Para que los seglares contribuyan, como deben hacerlo, a la
regeneración moral de la Nación, es urgente darles “una formación sólida, orgánica y permanente que
los capacite para ser evangelizadores” (Cfr. 11-5-96,5).
10. Si en la familia se fragua el
futuro de la humanidad, es preciso llegar a una pastoral más orgánica que preserve la institución familiar,
hoy amenazada por la difusión del divorcio, el crimen del aborto, la
proliferación de la prostitución, la violencia, la ignorancia frente a la
sublime misión de la paternidad y la maternidad, la situación social y económica
verdaderamente infrahumana de tantos hogares. Es necesario crear y promover “un
modelo de familia que posibilite un núcleo auténticamente humano, que encarne
los valores del Evangelio y los irradie como base de una nueva sociedad” (Cfr.
30-4- 96,5-6).
11. Revitalizar la catequesis a todos los niveles. Una catequesis centrada en la persona de Cristo. Una catequesis que ofrezca al hombre una respuesta integral acerca de su vida y que fortalezca la vivencia de la fe católica en sus dimensiones individuales, familiares y sociales. Una catequesis que responda a la acción proselitista de tantas sectas y grupos que instigan a la sociedad colombiana con falsas propuestas de salvación. Por tanto, urge incrementar la formación de catequistas, mejorar las estructuras parroquiales destinadas a la catequesis de adultos, aprovechar responsablemente el espacio dedicado a la enseñanza religiosa en escuelas y colegios (Cfr. 15-6-96,5).
12. Presentar programas de
pastoral social, a nivel diocesano y nacional, concretos, tangibles y
evaluables. Frente a tantas sombras que en la sociedad actual parecen empañar
el amor, la justicia y el respeto a la vida, es preciso ofrecer signos
concretos de esperanza y favorecer iniciativas que le devuelvan a la cultura
una verdadera impronta cristiana. En esto debe guiarnos el claro ejemplo que
nos ha dejado Jesús quien “llama a los hombres a la conversión, manifiesta una
solidaridad real con los más desheredados, lucha contra la injusticia, la
hipocresía, la violencia, los abusos de poder, el afán desmedido de lucro y la
indiferencia ante los pobres” Cfr. 25-5-96,5).
13. Propiciar la creación de
pequeñas comunidades cristianas donde los fieles puedan “profesar con alegría y
coherencia su fe, congregarse con asiduidad para la oración y alentarse
mutuamente en el testimonio del Evangelio”. Estas pequeñas comunidades, que
deben estar siempre integradas en la comunidad parroquial y que permiten experimentar
“la dulzura de la fraternidad”, serían grandes instrumentos de evangelización,
contribuirían a la formación de verdaderos hogares cristianos, actuarían como fermento en las
estructuras sociales y políticas y se volverían un ambiente adecuado para que muchos jóvenes
escuchen y sigan el llamamiento del Señor a la vida sacerdotal o religiosa
(Cfr. 25-6-96,6).
14. Acrecentar la responsabilidad misionera, siendo conscientes del deber urgente de que la “riqueza insondable” que es Cristo llegue a todos los hombres de la tierra. La actividad misionera es “una tarea primaria, esencial y nunca concluida, ya que sin ella la Iglesia estaría privada de su significado fundamental”. Es urgente, pues, que la Iglesia entre en una nueva etapa de su dinamismo misionero proyectándose hacia nuevas fronteras, tanto en la primera misión “ad gentes”, como en la nueva Evangelización de pueblos que ya han recibido el Bautismo. Esto es manifestación del espíritu universal, es camino para la comunión y la participación, es fuente de enriquecimiento para todos los sectores de la vida eclesial (Cfr. 15-6-96,2-4).