RETOS Y HORIZONTES PARA LA IGLESIA DE HOY
04 | 09 | 2017
1. Vivir la Iglesia
La Iglesia no puede considerare sólo como
una institución o una realidad que existe y se mira fuera de nosotros; para los
auténticos católicos, la Iglesia está trenzada con la propia vida. La Iglesia
no la analizamos como un tema académico o sociológico o cultural; a la Iglesia
la miramos y la sentimos como se siente y se mira la propia madre. Venimos de
ella y le pertenecemos; en ella hemos encontrado la savia vital que nos nutre y
ella nos transmite la fuerza y la esperanza que necesitamos para hacer la
travesía de la existencia. Cada uno puede decir, como Cristo, “mi Iglesia” (cf
Mt 16,18).
Con frecuencia se habla de crisis en
la Iglesia, se ponderan las dificultades que encuentra su misión, se critica su
insuficiencia para lograr una mayor transformación del mundo y se sufre, sobre
todo, por las situaciones de pecado que hay en su interior. Sin embargo, es
preciso ver también todos los signos de vitalidad que tiene: los servicios que
presta a la humanidad para iluminar su camino y sembrar esperanza, el
acompañamiento que ofrece a tantas personas con el evangelio y los sacramentos,
las obras en favor de los pobres y menos favorecidos, el prometedor compromiso
apostólico de tantos laicos, la santidad de muchos sacerdotes y religiosos, la
fuerza misionera para ir a todos los pueblos.
Todavía más, hay que llegar a sentir
con la Iglesia. La realidad, la identidad y el cometido de la Iglesia no se
pueden reducir a aceptar un sistema de dogmas y principios o a participar en unas
cuantas obras y celebraciones. La Iglesia es para vivirla. Es una experiencia estupenda
estar al lado de tantas personas que Dios está creando, hacer parte de la vida
de una comunidad que da sentido y alegría, saber que en cualquier parte del
mundo se tiene de alguna manera una casa, sentir que somos el “cuerpo de
Cristo” que en todos los lugares y tiempos sigue glorificando a Dios y salvando
a la humanidad.
La Iglesia es una realidad y una historia
concretas; la historia de Dios con los hombres, que comienza con Abraham,
Moisés y los profetas y llega a su plena realización en Cristo. En último
término, ser Iglesia es estar incorporados a una persona real, Jesús Hijo de
Dios; a uno que nos ha dado testimonio con su vida, muerte y resurrección, de
Dios como Padre lleno de misericordia; a uno que vivió hace dos mil años en
Palestina, pero que no se ha ido, pues está
vivo y presente, mediante su Espíritu, en la historia, en la acción
apostólica, en los sacramentos, en los acontecimientos y, sobre todo, en cada
uno de los miembros de su comunidad.
Esta Iglesia lucha hoy por ser lo que
debe ser según el plan de Dios y dentro de la realidad apasionante de la
humanidad que vive la aventura de su libertad. Por eso, la Iglesia analiza sus
debilidades, afronta las realidades que la retan, discierne su camino hacia el
futuro. El Concilio Vaticano II no ha propuesto una cómoda adaptación al hoy,
sino un retorno a las fuentes para tomar allí el agua fresca y emprender una
profunda renovación hacia el futuro. El mensaje es el de siempre y es siempre
joven porque Cristo es la eterna novedad, pero debe asumirse y anunciarse de
acuerdo con el proceso difícil y maravilloso que va haciendo la humanidad.
2. Desafíos a la vida y misión de la Iglesia
No ha sido fácil el camino de la
Iglesia a lo largo de la historia. Es natural que su misión de acompañar a la
humanidad en su trayectoria de crecimiento y de realización implique
dificultades, incertidumbres y crisis. Desde el principio, Jesús lo anunció a
sus discípulos: “Tendrán tribulaciones en
el mundo, pero tengan confianza; yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Cuando
la Iglesia ha sabido afrontar esas tribulaciones, desde la fe y la pasión
apostólica, ha salido fortalecida. Miremos algunos de los retos a los que la
Iglesia debe responder hoy.
1.
La
Iglesia necesita purificación y renovación. Ha tenido graves dificultades y
crisis en diversos países que han herido
su prestigio, ha habido descuido en una evangelización profunda, se han
confiado muchas cosas a la institucionalidad y se ha perdido el espíritu. Es
preciso defender la naturaleza de la Iglesia como ha sido querida por Cristo;
por eso, se deben ver rápidamente las cosas que no responden a su ser y a su
misión y emprender una seria purificación.
2.
La
Iglesia debe enfrentar una situación difícil de secularización y pluralismo.
Estamos en un cambio cultural que hace la transición hacia una nueva época. Muchos
católicos no saben compaginar el mundo de hoy y ciertas prácticas de la
Iglesia. Es el momento para superar elementos culturales y sociales del
ambiente sociológico católico que ya no se sostienen y apuntar a la
construcción de una comunidad, tal vez no tan numerosa, pero cualificada,
despierta y creativa.
3.
La
Iglesia a través de la nueva evangelización debe configurar una propuesta que
haga asequible al hombre de hoy la salvación. En los períodos de crisis es
cuando aparecen las mejores propuestas para responder a necesidades profundas y
lograr nuevas posibilidades. Esto implica actuar con decisión para repensar las
Iglesias particulares, para renovar las parroquias, para replantear la acción
pastoral.
4.
La
Iglesia está llamada a plantear de un modo nuevo la presencia y la actuación de
Dios para el hombre de hoy. Así se configura una respuesta al nuevo ateísmo que
se está dando, a la indiferencia religiosa de ciertos sectores sociales, a la
actitud de tantos que viven como si Dios no existiera y no se necesitara.
5.
La
Iglesia debe actualizar su respuesta a los interrogantes esenciales de la vida,
para los cuales tantos católicos buscan luz en diversas filosofías y experiencias,
pero que interiormente están a la espera de que la Iglesia les pueda decir algo
esencial y creíble que responda a la inquietud que deriva de haber sido creados
a imagen y semejanza de Dios.
6.
La
Iglesia debe afrontar con sabiduría, con fortaleza y con audacia la peligrosa
diversidad de ofertas religiosas inconsistentes. Muchas de ellas surgen porque
la sociedad de consumo y los intereses económicos de algunas personas están
explotando la necesidad de sentido y de ayuda que tiene el ser humano. Esta
respuesta pide, ante todo, el testimonio de comunidades evangelizadas y
evangelizadoras. Se puede pensar que el futuro de la Iglesia se juega en que
seamos capaces de mostrar comunidades creíbles que viven el Evangelio.
7.
La
Iglesia debe ser signo e instrumento del Reino de Dios. No sólo debe transmitir
el mensaje y la esperanza del Reino que viene, sino que ella misma debe ser
sacramento que hace presente el Reino que ya está dentro de nosotros y que es
experiencia de verdad, de justicia, de santidad y de gozo. Siguiendo la
enseñanza de los Padres, la Iglesia, como la luna, no tiene luz propia; brilla
con la luz que le viene de Dios y de su Reino.
3. Caminos de Renovación en la Iglesia
El Concilio Vaticano II cuando se
acerca a la Iglesia, la ve ante todo como “misterio” (LG,1). La Iglesia no es,
en primer lugar, una institución social, aunque debe comprometerse con la
justicia y el desarrollo del mundo; su razón de ser la lleva más lejos. Ella,
en último término, está fundada en el eterno designio de salvación de Dios
antes de todos los tiempos, que busca reunir toda la humanidad en Cristo por el
Espíritu Santo; más aún, que quiere recapitular en Cristo todas las cosas (Ef
1,10). La Iglesia es el inicio, es la avanzada del Reino de Dios. Así aparece
en el Concilio cuando se la mira en sí misma o en relación con la Palabra que
debe escuchar y anunciar o en la experiencia pascual de los sacramentos o en el
diálogo con el mundo de hoy.
Es esto lo que permite ver la belleza
de la Iglesia no obstante sus manchas y arrugas (cf Ef 5,27) y lo que hace vislumbrar
cómo debe ser su renovación. Las solas reformas externas no son suficientes
para que pueda continuar adecuadamente su misión en el mundo, como no basta en
una casa el embellecimiento externo si primero no se hacen firmes los
fundamentos. Se necesita una renovación que venga de la fe y que sea una
transformación espiritual; pero, dada también su dimensión humana, la
renovación debe conducir a reformas concretas. Se pueden considerar algunas.
1.
Un
campo concreto de renovación, muy subrayado por el Concilio Vaticano II, es el
de la comunión. Esta no se funda en afinidades, intereses o simpatías personales
que fusionan y acercan a unos con otros. La comunión es, ante todo, la
participación en el proyecto salvífico de Dios, en el misterio de Cristo y en
la acción del Espíritu Santo; en una palabra, participación en la vida
trinitaria de Dios, de la cual la Iglesia es imagen. La comunión tiene su
fundamento en el Bautismo que nos hace parte del cuerpo de Cristo (1 Cor 12,13;
Gal 3,28) y en la Eucaristía, porque si hay un solo pan, no somos sino un solo
cuerpo (1 Cor 10,16). La comunión no es un concepto sociológico o sicológico
sino teológico, que da identidad y vigor a la Iglesia.
2.
La
renovación de la Iglesia tiene otra puerta de entrada en la catequesis a los
sacramentos de la iniciación cristiana. Éste fue el secreto del éxito de las
primeras comunidades y hoy lo es de las Iglesias en misión. No puede ser
vigorosa la Iglesia con bautizados que no saben lo qué significa ser cristiano,
que viven en un completo analfabetismo o en una total indiferencia con relación
a la vida en Cristo; sería una Iglesia de paganos con partida de Bautismo. La
renovación profunda de la catequesis para la iniciación cristiana es una de las
bases de la renovación de la Iglesia; en este sentido, se están dando
experiencias en diversos lugares con muy buenos frutos.
3.
La
renovación exige también una vida fraterna que conjure formas de poder, de
burocracia o de masa informe en la Iglesia. No se trata de una democracia; ésta
es propia del ámbito político. Es algo más profundo y original: que la Iglesia
sea en realidad el pueblo de Dios donde todos, siendo hijos de Dios, viven como
hermanos en una misma familia. Si Dios ha querido comunicarse con nosotros como
con amigos, la vida de la Iglesia, concretamente en las parroquias, debe estar
caracterizada por un estilo comunicativo, participativo y fraterno. La
renovación pide crear un ambiente de amistad y confianza, donde sea posible la
integración, la mutua ayuda y la participación de todos.
4.
La
renovación debe ocuparse igualmente de la formación y participación de los
laicos en la vida y misión de la Iglesia. Ellos deben llegar a ser conscientes
de su dignidad, deben conocer su espiritualidad propia y su concreta misión.
Más que la realización de algunas actividades que se les confían, ellos deben
aprender a compartir, los unos con los otros, darse recíproco testimonio de la
experiencia de Dios en Cristo, participar cada uno de la riqueza del otro y así
comprender y vivir más profundamente la propia fe. De ahí la importancia de las
pequeñas comunidades, a través de las cuales los bautizados pueden entrar en la
verdad del Evangelio, en el amor fraterno, en la alegría de compartir los dones
con los que los enriquece el Espíritu de Dios.
5.
Un
rostro nuevo y fresco para la Iglesia pide reforzar los cuerpos colegiados, a
nivel parroquial, diocesano y universal, que hagan posible, de un modo concreto,
un permanente y fructuoso discernimiento. En este sentido, la Iglesia tiene una
larga tradición a partir del Concilio de Jerusalén (cf He 15,13-41). En la
Iglesia es necesaria la autoridad, en nombre de Cristo, para garantizar unidad,
dirección y organización; pero ésta no es posible sin obedecer al Espíritu
Santo que habla en la oración y el diálogo con los miembros de la comunidad. La
autoridad eclesial no es la ejecución de un voto democrático, es una decisión
libre; pero se decide teniendo como base una consulta. Así autoridad y
fraternidad se unen y se necesitan mutuamente, especialmente en tiempos
difíciles en los que urge hacer crecer la vida.
6.
No
es posible pensar en renovación de la Iglesia sin diálogo con los hombres y
mujeres de buena voluntad dentro de la cultura actual. El Concilio Vaticano II
ha propuesto el diálogo como un camino que conduce de una Iglesia cerrada en sí
misma a una Iglesia signo de salvación para todos. Diálogo no significa
renunciar a la propia identidad, sino crecer en el seguimiento de Cristo, que
ha venido a entregarse por todos. Es la misión confiada por Jesús y es el ímpetu
del Espíritu desde el principio: salir, ir, encontrar, dar. Este es un campo en
el que se han dado pasos importantes y es una tarea irreversible para la
Iglesia del futuro. Es el esfuerzo y la alegría de una comunidad escatológica
que avanza en la verdad y en el amor. Es la única alternativa a la violencia y
a la confrontación de culturas, grupos y religiones, que trama cada día la
libertad humana.
7.
En
último término, la renovación de la Iglesia vendrá por la apertura y la docilidad
al Espíritu Santo. Él nos va indicando cada día la dirección hacia una nueva etapa,
no como un reflector que ilumina todo el camino, sino como una linterna que
alumbra en la medida que avanzamos. El futuro está en las manos de Dios y su
Espíritu nos guía paso a paso. Si queremos una profunda renovación, debemos,
como los primeros discípulos reunidos con María, permanecer asiduos y concordes
en la oración. La Iglesia del futuro será, ante todo, una comunidad de personas
que oran. El Espíritu, como en el primer Pentecostés, puede venir con viento y
con fuego derribando y quemando cosas que ya no son necesarias; pero puede
venir también, así lo sintió el profeta Elías, como una brisa suave que nos
purifica y transforma desde adentro. Que venga el Espíritu con su luz y con su fuerza
para que la Iglesia viva, sea el hogar espiritual de todos los que buscan la
verdad y anuncie hasta el final el Reino de Dios.