... EN LA CELEBRACIÓN DE ACCIÓN DE GRACIAS POR LOS CIEN AÑOS DE LA DIÓCESIS DE JERICÓ
24 | 01 | 2015
Is 26,1-4;7-9; Sal 22; Fil 1,3-12; Mt 28,16-20
Desde cuando
Nuestro Señor Jesucristo dejó caer sobre los apóstoles, como una fórmula
sacramental, el mandato misionero, que acabamos de escuchar, la Iglesia no ha
tenido otra vocación, otra tarea, otra dicha que evangelizar. Ahí está su
identidad y su misión. Ese envío que Jesús hace, con todo el poder que ha
recibido en su Resurrección, que garantiza con su presencia todos los días
hasta el fin del mundo, que pone en camino a sus discípulos por todos los
pueblos de la tierra, ha logrado que la comunidad apostólica que él fundó se
actualice, se prolongue y se exprese con rostros de hombres y mujeres de todos
los tiempos y de todos los lugares del mundo.
Es así como, hace cien años, llegó a esta comarca la
semilla apostólica que dio origen a una nueva Iglesia particular: la Diócesis
de Jericó. La memoria histórica, que se guarda con veneración, ha recordado
durante estos días las personas y los acontecimientos de los que se sirvió Dios
para que también en este lugar estuviera su Pueblo santo, el Cuerpo de su Hijo,
la morada de su Espíritu. Desde entonces, aquí está la Palabra, lámpara que
ilumina los pasos de los hombres; aquí está la gracia de los sacramentos, que
participan la fuerza salvadora de la Pascua; aquí está el amor que vino desde
el cielo con el Espíritu Santo que se nos ha dado; aquí está la misión que nos
lleva, como hemos recordado en el Evangelio, a hacer discípulos y a sumergirlos
en el misterio de la Santa Trinidad.
1. Por eso, la
Eucaristía, que hoy nos congrega y llena de alegría, es, ante todo, un himno de alabanza y de acción de gracias a
Dios por todas las bendiciones con las que ha regalado la Iglesia, que
peregrina en Jericó. Alabanza y gratitud por la elección divina al convocar
aquí el misterio y la comunión de la Iglesia, alabanza y bendición por la
providencia bienhechora que ha experimentado en estos cien años de camino; alabanza
y gratitud por las Iglesias particulares de donde proviene; alabanza y gratitud
por el ministerio de Pedro desde Benedicto XV hasta el Papa Francisco y de los
obispos que la han presidido en la fe y la han guiado en la caridad; alabanza y
gratitud por todos los sacerdotes, los religiosos y los fieles laicos que, en
la fuerza del Espíritu, aquí han trabajado por el advenimiento del Reino de
Dios.
Gracias por la actuación
y los servicios, que sólo pueden apreciarse en su justo valor si se los mira
dentro de los planes de Dios, de Mons. Maximiliano Crespo y de Mons. Cristóbal
Toro; gracias por la labor encomiable de Mons. Antonio José Jaramillo Tobón y
los obispos que han proseguido la obra hasta el querido Mons. Noel Londoño,
quien lleva hoy “la fatiga del sol y del calor” y anima la esperanza en el
proyecto que Dios conduce a lo largo de la historia. Gracias por todo lo que ha
podido vivir y realizar esta comunidad diocesana en estos cien años: el anuncio
del Evangelio, levadura que sigue fermentando la masa; la administración de la
gracia divina que sana, consuela, fortalece y salva; la manifestación del amor
de Dios en el servicio de caridad con los más pobres y el trabajo por la
promoción social en varios campos; la
tarea exigente de la formación de laicos y sacerdotes, que ha permitido la
proyección misionera más allá de las propias fronteras y que aun tres de sus
miembros sirvan, en otras diócesis, como sucesores de los apóstoles; la
compañía maternal de la Santísima Virgen María, que bajo la advocación de Nuestra
Señora de las Mercedes, ha sido vida dulzura y esperanza; la figura luminosa de
Laura Montoya, Juan Bautista Velásquez y Jesús Aníbal Gómez, en quienes la
santidad de esta Iglesia ha alcanzado su mejor expresión.
2. Al conmemorar hoy cien años de la fundación de
la Diócesis de Jericó, por la Bula Universi
Dominici Grecis del Papa Benedicto XV, la Eucaristía que celebramos nos da
la ocasión, en segundo lugar, para hacer un
acto de fe y de amor en la Iglesia. El misterio
de la Iglesia es el mismo Cristo. Esta Diócesis es, hoy y aquí, el Cuerpo del
Señor y el instrumento de la acción de su Espíritu. Para la mayoría de los
presentes, ésta es la Iglesia en la que han nacido por el bautismo como hijos
de Dios; aquí tantos han recibido el alimento de la Palabra y la alegría de los
tesoros de Dios; aquí tenemos la sucesión apostólica que da legitimidad; éste
es el ámbito más auténtico de la fraternidad cristiana y el lugar donde se
recibe el envío para la misión. Qué don tan grande de Dios es una Iglesia
particular.
En esta
Diócesis de tantas formas bendecida, está intacta la única Iglesia que prolonga
la dimensión corporal de Cristo (cf. 1Cor.12,12), que fue fundada sobre el
cimiento de los apóstoles (cf. Ap.21,14), que contempló el vidente del
Apocalipsis ataviada como una novia bajando del cielo (cf. Ap.21,2), que se ha
hecho fecunda en la sangre de los mártires, en la sabiduría de los doctores y
en la caridad heroica de los santos, que se fatiga en todos los caminos de la
tierra para anunciar la alegría del Evangelio, que continúa su peregrinación “entre
las pruebas del mundo y las consolaciones de Dios”.
Aquí está la Iglesia que el Espíritu
hace una, la Iglesia llamada a vivir el amor que Cristo trajo desde el Padre,
la Iglesia que ora en nombre de toda la humanidad, la Iglesia que hace la
memoria del que se entregó hasta la inmolación suprema de la cruz, la Iglesia
que sufre por el dolor de la injusticia social y de la sangre que derrama la
violencia, la Iglesia que quiere comprometerse con los más pobres, la Iglesia
que busca con afán para sus hijos la santidad de Dios, la Iglesia que no se
detiene en su camino hacia el cielo.
Apropiándonos un texto litúrgico, podemos
decir: “Esta es la Iglesia a la que
Cristo santificó con su sangre, para presentarla ante sí como Esposa llena de
gloria, como Virgen excelsa por la integridad de la fe, y Madre fecunda por el
poder del Espíritu. Esta es la Iglesia santa, la viña elegida de Dios, cuyos
sarmientos llenan el mundo entero, cuyos renuevos, adheridos al tronco, son
atraídos hacia lo alto. Esta es la Iglesia feliz, la morada de Dios con los
hombres, el templo santo, construido con piedras vivas, sobre el cimiento de
los Apóstoles, con Cristo Jesús como suprema piedra angular. Esta es la Iglesia
excelsa, la Ciudad colocada sobre la cima de la montaña, en la cual brilla
perenne la antorcha del Cordero y resuena agradecido el cántico de los
bienaventurados”(Oración en la Dedicación de una Iglesia).
La celebración de este centenario es
ocasión para palpar la identidad diocesana y la grandeza de la obra de Dios en
ella. Y, entonces, prorrumpir en un profundo acto de fe. Con Henri de Lubac podemos
decir “El misterio de esta Iglesia
particular es nuestro propio misterio. Nos abraza por completo. Nos rodea por
todas partes, ya que Dios nos ve y nos ama en esta Iglesia; ya que en ella es
donde también nosotros nos adherimos a El y donde El nos hace felices”. Sin
vacilación digamos que “creemos en la
Iglesia que es una, santa, católica y apostólica”.
3. Esta liturgia solemne, después de la revisión
de vida que ha venido haciendo la Diócesis con motivo de su Centenario, es
finalmente la ocasión para renovar el compromiso de vivir el Bautismo, a partir
de una fe profunda y de una solidaria caridad, que mantenga a todos sus fieles
al servicio de la salvación del mundo. No es el momento para un fatuo
triunfalismo, sino la oportunidad para proclamar que queremos continuar
trabajando por el advenimiento del Reino hasta cuando Dios sea todo en todo (1
Cor 15,28), poniendo en ello las mejores fuerzas del alma y aun, si es necesario,
la misma sangre como lo hicieron los Beatos Juan Bautista Velásquez y Jesús
Aníbal Gómez.
Si queremos que avance el mundo nuevo que
inició radicalmente la Pascua del Señor, tenemos que morir al pecado y dejar
nacer en nosotros una criatura nueva. La nueva humanidad que está llamada a
forjar la Iglesia empieza por la purificación y la santidad de cada uno de sus
miembros. Esta celebración es, entonces, una gracia especial, un llamamiento
urgente, una ayuda sobrenatural para que nos renovemos e iniciemos con más
fuerza la lucha contra el egoísmo, la mentira, la injusticia, la agresividad,
con que tantas personas están buscando hoy equivocadamente su felicidad,
mientras se pervierten a sí mismas y destruyen a los demás.
La gracia de este día nos llama pues al compromiso y también a la
esperanza. Algo muy grande tiene que empezar en esta Diócesis después de la
experiencia de la misericordia de Dios que está
viviendo. Yo estoy seguro que vendrá un fortalecimiento de la unidad
eclesial, un nuevo impulso misionero, una vida más santa de los sacerdotes y
religiosos, un fortalecimiento de las familias, una más clara solidaridad con
los pobres y necesitados. De otra parte, tenemos que crecer en la esperanza de
la victoria del bien sobre el mal. Cristo Pastor bueno, como hemos cantado con
el salmo, repara nuestras fuerzas, nos guía por el sendero justo, va siempre
con nosotros, su cayado nos sosiega y su bondad nos acompaña todos los días de
la vida. Nosotros hemos recibido su Espíritu que sigue renovando la faz de nuestra
tierra y empujando las velas de la Iglesia. Como escribía San Pablo a los
Filipenses en el texto que hemos escuchado: “Estamos
convencidos de que quien comenzó la obra buena, él mismo la irá consumando
hasta el día del Señor” (Fil 1,4-6).
La celebración de este centenario de vida
eclesial es una invitación a proseguir la marcha en la esperanza que no defrauda,
en la única esperanza que es Cristo. Este momento es una gracia para el obispo,
el presbiterio, los fieles laicos que han construido y están construyendo esta
historia de fe, de comunión y de misión, que es la Diócesis de Jericó; es un
llamamiento a lanzarse todavía con más vigor a anunciar a Jesucristo, muerto y
resucitado, primogénito de la creación, modelo del hombre nuevo, meta suprema
de nuestras luchas y de nuestra esperanza.