HOMILIA DEL MARTES SANTO
15 | 04 | 2014
Ayer meditábamos el primer
Cántico del Siervo del Yahveh, hoy hemos proclamado y vamos a reflexionar sobre
el segundo (Is 49,1-6). Según los entendidos estos cánticos son las más bellas
profecías sobre Jesús. El misterioso personaje de quien nos hablan no es un rey
engreído en su poder, sino un Mesías pobre, humilde, manso, perseguido, que
salva a su pueblo dando la vida. Es un verdadero Siervo de Dios.
Podríamos decir que este
segundo canto se articula con el primero. El Siervo que era presentado como luz
de las naciones, comienza ahora reclamando la atención y pidiendo ser escuchado
por las islas y los pueblos lejanos. Ya no habla Dios como en el primero, sino
que el Siervo toma la palabra para presentar su misión como algo que hunde sus
raíces en la iniciativa de Dios.
El Siervo es consciente de
haber sido llamado por Dios y esta llamada se remonta al inicio mismo de su
existencia, pues ya en el seno materno su nombre ha sido pronunciado por el
Señor. Como otros grandes profetas, por ejemplo, Jeremías (Jer 1,5), tiene
conciencia de haber sido predestinado para esta misión. Como profeta que es,
aparece antes que nada como el hombre de la palabra.
La Palabra de Dios “es más cortante que espada de doble filo,
penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu... y escruta los
sentimientos y pensamientos del corazón” (Heb. 4, 12). Por eso, con dos
comparaciones se describe al Siervo: será como una espada afilada, porque
tendrá una palabra eficaz y será como una flecha que el arquero guarda en su
aljaba para lanzarla en el momento oportuno. La Palabra de Dios alienta y
enseña, pero también juzga y fustiga. Los profetas tienen experiencia de lo
dura que resulta muchas veces esta misión (cfr. Jer. 20,7-18).
En efecto, más adelante,
aparece una manifestación de desaliento: “en
vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas”. Es una
cierta experiencia de fracaso ante el pueblo “ciego y sordo” (Is 42,18-20), que no acoge la Palabra. Pero Dios le hace saber que está orgulloso de él y que
sigue siendo su siervo (v. 3). Es como si le renovara la vocación y la
confianza; más aún le reitera que va a hacer de él “luz de las naciones”. Y el siervo seguro del aprecio de Yahveh
concluye: “mi salario lo tenía mi Dios… ¡tanto
me honró el Señor y mi Dios fue mi fuerza!” (vv. 5-6).
Recojamos como primera
lección la absoluta gratuidad del amor y de la llamada de Dios. El Siervo
siente que el Señor lo llamó desde el seno materno y que desde las entrañas de
la madre pronunció su nombre. Es la experiencia de la elección de Dios sin
ningún mérito por parte de su servidor. Es un don recibido antes de ser capaz
de responder. Tengo que ser consciente de que Dios me amó primero. “En esto consiste el amor: no en que
nosotros hayamos amado a Dios, sino en que el nos amó y envió a su Hijo” (1
Jn 4,10). Es bueno contemplar este amor de Dios, sentirlo y agradecerlo. Abramos
nuestro corazón al ímpetu del amor de Dios.
El siervo es consciente de
su misión y de los dolores y humillaciones que ésta comporta, como lo presentará
ampliamente el cuarto cántico. Pero, igualmente, ve el respaldo de Dios: “me protegió en la sombra de su mano”, “él
llevaba mi derecho”. Propongámonos realizar la misión que hemos recibido,
confiando sólo en Dios. Por tanto, preguntémonos: ¿Me siento yo, realmente, un
instrumento de Dios? ¿Estoy a su disposición? ¿Cómo uso la palabra y los demás
dones que me dio para servir a los demás? ¿Quiero encontrar siempre su voluntad
y servirle con alegría? ¿Estoy
transmitiendo la auténtica palabra de Dios? ¿Me desanimo pensando que no logro
hacer nada y que estoy gastando inútilmente mis fuerzas? ¿Como Jesús, sé pasar
las pruebas y las dificultades sin retroceder ante las dificultades que me trae
la misión? Como con Jesús, ¿Dios puede contar siempre conmigo?
Aprendamos, finalmente, a
vivir la dimensión universal de la misión. Cuando cada pueblo vivía encerrado
en sí mismo e Israel se pensaba el único depositario de la alianza se anuncia
que la misión del Mesías será universal. El Mesías que se vislumbra pide a las
islas remotas que lo escuchen a los pueblos lejanos que atiendan. Como sabemos,
esto se realiza cuando Jesús rompe las fronteras de Israel y nos envía a
anunciar el Evangelio a todos los pueblos. ¿Tenemos nosotros ese espíritu
misionero? ¿Tenemos un corazón donde quepa el mundo entero? ¿Queremos, como
Pablo, que el Evangelio llegue a todos los que no lo conocen (1 Cor 9,16)? ¿Nos
duele la salvación de todos los hermanos? ¿Qué estamos haciendo concretamente
en este momento de vida por ayudar a la salvación de otros? No lo olvidemos, hoy
nos toca a nosotros la misión de ser luz de las naciones, para que la salvación
de Dios alcance hasta los confines de la tierra.
Medellín, 15 de
abril de 2014