MEDITACIÓN SOBRE LA SENTENCIA DEL SEÑOR
18 | 04 | 2014
Desde
hace veinte siglos, la humanidad viene contemplando los acontecimientos que
hoy, una vez más, nos han congregado. Jesús de Nazaret, al que todos conocen
como el hijo de José y de María (cf Mt 13,55), al que el pueblo comienza a
identificar por una palabra que no admite parangón porque ninguno había hablado
como él (cf Jn 8,7), al que los pobres, enfermos y lisiados ven como un profeta
poderoso que les ha devuelto la salud, al que los discípulos empiezan a
reconocer como el Mesías esperado (Lc 24,18; Jn 11,27), es condenado a muerte
bajo la acusación de que quiere sublevar al pueblo (cf Jn 18,30).
Él,
por su parte, dice que ha venido enviado por Dios para enseñar al hombre a ser
feliz y propone el camino de las bienaventuranzas (cf Mt 5). Dice que ha venido
a dar la vida para el rescate de muchos y que su deseo es que no se pierda ninguno
de los que el Padre le ha dado (cf Mt 20,28; Jn 6,39; 17,12). Dice que es
depositario de una misión que Dios le ha confiado y se empeña, aún en la lucha
interior más dolorosa, en no hacer otra cosa que la voluntad de su Padre (cf Jn
4,34; 6,38). Dice que ha venido para una "hora", la de su sacrificio,
y cuando la ve llegar la acepta con clara conciencia de lo que debe hacer y la
asume con plena libertad (cf Jn 12,17).
Cuatro
tribunales se ocupan de su caso que parece un poco extraño, pues tiene
implicaciones políticas y religiosas. Por eso, es presentado, en primer lugar,
al Sanedrín, el tribunal que juzga las cuestiones religiosas de los judíos y
después de los interrogatorios a testigos falsos, no saben qué hacer con él y
lo remiten a Pilatos que es el delegado del César para Palestina, en ese
momento, bajo la dominación del Imperio Romano. Impotente ante la inocencia de
un justo acusado, el Procurador Romano, sabiendo que es de Galilea, lo envía a
Herodes el Gobernante de esa región que ese día está en Jerusalén (cf Mt
26,57-75; Lc 23; Jn 18).
Jesús
al supersticioso y cínico Herodes no quiso responderle ni una sola palabra. Por
tanto, éste, después de vestirlo de loco, lo devuelve a Pilatos. El Evangelio
nos cuenta detalladamente las patrañas de este indeciso y cobarde títere del
poder romano, para no contrariar a un pueblo enardecido, ni comprometer su puesto
ante el Emperador, ni mancharse tampoco con la sangre de un justo. Y por eso,
deja a Jesús al arbitrio de una multitud anónima que azuzada por unos cuantos
que tienen especiales intereses, vocifera enloquecida: “crucifícale, crucifícale”(cf Lc 23,21; Jn 19,15).
Esta
es la historia que bien conocemos y que rememoramos en cada Viernes Santo.
Pero, nosotros no queremos ser hoy esa masa anónima que condena a Jesús. Es
fácil serlo, porque somos inseguros y cobardes, porque estamos llenos de
respeto humano. Nos cambian tan fácilmente nuestros principios y nuestros
valores. La mentalidad materialista y relativista del mundo nos saca fácilmente
del camino del Evangelio; para estar a tono con lo que se piensa o se vive hoy renunciamos,
sin mayor dificultad, a nuestros compromisos de cristianos; para no seguir las
exigencias de la verdad y del bien que nos cuestan, arrinconamos a Cristo y su
propuesta de salvación; preferimos tantas veces seguir un partido político o un
negocio sucio que nos ofrece cualquier ganancia a cambio de nuestras
convicciones y de la limpieza de nuestra vida.
Cuántas
veces hemos traicionado a Cristo como Judas, o lo hemos despreciado como
Herodes, o hemos evitado tomar posición frente a él como Pilatos. Pero hoy,
nosotros no hemos venido a sentenciar a Cristo. Él ya está sentenciado. Ya lo
sentenció el amor de Dios que para salvar al esclavo entregó al Hijo. Ya se
sentenció él mismo que entró en el mundo diciendo: Padre, si no te agradan los
sacrificios de toros y carneros, aquí estoy para hacer tu voluntad. Ya lo
sentenció el pecado de todos los hombres de la tierra por cuya redención llegó
hasta la muerte infamante de la cruz (cf Jn 3,16; Heb 10,37-38; 1 Pe 2,24). Ya
sigue sentenciado en todos los pobres, los perseguidos, las víctimas del odio,
de la injusticia, de la corrupción moral, del egoísmo de los hombres en quienes
se prolonga el dolor, la condena injusta y la muerte de Cristo (cf Mt 25).
Nosotros
en esta mañana no hemos venido a sentenciar a Cristo, sino a acompañarlo en el
camino de la cruz. Acompañar a Cristo significa seguir con nuestra oración y
con nuestra contemplación interior el misterio que hoy celebramos, adorar y
agradecer el amor del Señor, que para salvarnos ha entrado por el camino
doloroso y paradójico de la obediencia, el sufrimiento, el deshonor y la
muerte. Pero, seguir a Cristo en el camino de la cruz es mucho más. Es unirnos
al misterio de su muerte y resurrección. Es abrirnos a los bienes que se
derivan de su Cruz: la experiencia de la misericordia de Dios y el don de nuestra
propia salvación. Es aceptar que estamos necesitados de redención y acoger la
paz y la esperanza, que brotan del corazón traspasado del Señor, para sentirnos
amados, perdonados y reconstruidos desde dentro.
Acompañar
a Cristo en el camino de la cruz es, todavía más, acoger su invitación a
seguirlo en su estilo de vida, en su propuesta de felicidad, en su forma de
servir a Dios y a los hombres. Esto es negarse a sí mismo y cargar con la cruz
del Señor (cf Mt 16,24-28). Es necesario ir aún más lejos, porque acompañar a
Cristo en el camino de la cruz es llegar a ser capaces de inmolarnos con él por
la salvación del mundo. Es difícil captar dentro de la mentalidad hedonista de
hoy, este llamamiento de Cristo. Pero hacen falta muchas personas que,
ofreciendo sus sufrimientos, su trabajo, su vida y su amor, completen en su
carne la pasión redentora de Jesús y sean instrumento de la salvación del
mundo.
Queramos
pues, en este día, seguir a Cristo en el camino de la cruz, como María, hasta
el Calvario, participando de su misterio y de su misión. Seguros como ella de
que la Cruz es fuente de fuerza y de energía espiritual, de que la Cruz ilumina
todas las fatigas y sufrimientos de la humanidad, de que la Cruz es el camino esperanzado
a la resurrección, de que la Cruz es la llave con la que se abre el cielo.
Medellín, 18 de abril
de 2014