HOMILIA EN LA MUERTE DEL SEÑOR
18 | 04 | 2014
Los
signos de esta liturgia, las plegarias que abarcan todas las necesidades de los
hombres, los textos bíblicos y especialmente el relato solemne de la pasión,
nos guían en esta tarde para contemplar y vivir el misterio de la Cruz del
Señor. Este misterio, a su vez, nos lleva a la oscuridad del mal que llega al
extremo de matar al Hijo de Dios. Este misterio nos conduce, igualmente, al
proyecto de la salvación del hombre que Dios ha realizado a lo largo de la
historia. Este misterio, sobre todo, nos hace ver el amor inefable de Dios. No
hay otra luz para entrar en el abismo de dolor y de esperanza que es la muerte
del Señor.
Cuando
se quiere llegar al fondo del por qué murió Cristo, brilla la experiencia
íntima de San Pablo que exclama: “Me amó
y se entregó por mí” (Gal 2,20). Experiencia que también se tiene a nivel
eclesial como leemos en la Carta a los Efesios: "Cristo amó a su Iglesia y por eso se entregó a sí mismo por
ella" (Ef 5,25). Esto significa que esta verdad esencial se aplica
tanto a toda la comunidad como a cada persona en particular. El evangelista san
Juan hace llegar esta explicación hasta el mismo Jesús cuando dice: "Nadie tiene amor más grande que el que
da la vida por sus amigos" (Jn 15,13s). Un amor que él lleva realmente hasta este
extremo (cf Jn 13,1).
No
podemos ver, entonces, la muerte de Jesús como consecuencia de la casualidad o
de las fuerzas oscuras del destino o de la conjura de los enemigos que lo
arrollaron sin que él pudiera defenderse. A lo largo de su ministerio, Jesús
aparece esperando la hora en que se manifestará como el buen pastor que da
libre y amorosamente la vida por sus ovejas. Pero este amor tiene su fuente más
profunda en el amor de Dios. La Escritura nos asegura que nos amó con amor
eterno (Jer 31,3), que nos eligió antes de crear el mundo (Ef 1,4). A través de
los profetas usa todos los registros humanos para definirnos su amor: es como
el de una madre (Is 49,15s), como el de un padre (Os 11,4), como el de un
esposo (Is 62,5).
Pero
la gran revelación es ésta: “Él nos amó
primero” y “en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios,
sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros
pecados” (1 Jn 4,20.10). La pasión y la muerte de Cristo las ha permitido
el Padre que “ha amado tanto el mundo
hasta dar a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca sino que
tenga vida eterna” (Jn 3,16). El Padre nos ha amado de tal modo, que ha
enviado a su Hijo para que como buen pastor busque la oveja perdida, para que
como buen samaritano recoja al hombre despojado de su dignidad y de su alegría
por el pecado. El Padre no ha perdonado ni a su propio Hijo, sino que lo
entregó por todos nosotros (Rm 8,32).
No
pensemos que ese amor se dio, entonces, en el pasado sólo para los
contemporáneos de Jesús. Ese amor sigue actuante en medio de nosotros "porque el amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado"
(Rm 5,5). Como acabamos de escuchar en la lectura de la pasión, Juan describe
el momento de la muerte de Jesús diciendo: “e
inclinando la cabeza, entregó el espíritu” (Jn 19,30). Nosotros
permanecemos en él y él en nosotros porque nos ha dado de su Espíritu (1 Jn 4,13).
El Espíritu Santo es quien nos hace cercano y actual el misterio de la
redención poniéndolo en lo más profundo de cada persona humana.
Cuando
Dios nos ama en Cristo que ha muerto por nosotros, nos hace crecer, nos
devuelve la dignidad si la hemos perdido, nos reconcilia si nos hemos
enfrentado, nos muestra que es posible la esperanza. Todo el que con un corazón
humilde se acerca a Cristo sale iluminado, sanado, consolado, transformado por
su amor. Lo que ha acaecido en la cruz sigue siendo actual; por eso, hoy todos
estamos invitados a dejarnos abrazar por este amor eterno, a dejarnos guiar por
esta misericordia infinita que cura y salva, a permitir nuestra definitiva
transformación volviéndonos una “nueva creatura” (2 Cor 5,17).
Hoy,
nosotros debemos hacer un acto de fe en el amor de Dios. Nosotros, tal vez, no
creemos de verdad y suficientemente en el amor de Dios. Si lo creyéramos,
nuestras relaciones, nuestros hogares, nuestro trabajo, nuestra vida
cambiarían. Mateo, la Magdalena, Zaqueo, la Samaritana, cuando creyeron en el
amor de Dios que Cristo les manifestó, transformaron totalmente sus vidas. La realidad que vivimos cada vez nos hace más
difícil creer en el amor. Hay tanto odio, envidia, egoísmo, traiciones,
mentira, violencia. Las decepciones nos llevan al miedo o al escepticismo
frente al amor. También otros pueden pensar que por sus pecados y por su
realidad personal no son dignos o capaces de recibir el amor de Dios.
Sin
embargo, la vida se vuelve un laberinto frío y tenebroso si no se cree en
ningún amor y especialmente si no se acepta el amor de Dios. Nuestra sociedad
necesita creer en el amor de Dios; en nuestra vida es necesario que entre el
amor de Dios. Sin ese amor no seremos nunca capaces de entendernos, de trabajar
juntos, de perdonarnos, de construir hogares felices, de resolver los problemas
sin violencia, de compartir lo que tenemos para que haya justicia y equidad.
Sin ese amor no tendremos paz interior, ni alegría verdadera, ni fuerza en el
camino, ni esperanza que nos lance hasta la eternidad.
En
esta solemne liturgia del Viernes Santo yo los invito: vengan hasta la cruz del
Señor. Vean que no hay amor más grande ni más fiel. Sepan que ese amor nos
llega a cada uno de un modo personal y nuevo, porque él nos conoce como somos y
quiere lo mejor de nosotros. Sientan que ese amor perdona los pecados, sana las
heridas que ha dejado la vida, mueve el corazón a grandes ideales. Dejemos que
sobre nosotros se pose la mirada bondadosa de Jesús, que nos purifique su
sangre, que nos consuelen sus lágrimas, que su muerte nos abra las puertas del
cielo.
Medellín, 18 de abril
de 2014