MEDITACIÓN DE LAS SIETE PALABRAS
18 | 04 | 2014
Introducción
En
el principio era
Pero
en estos tiempos, que son los últimos, nos habló por su Hijo.
Todos
los que oían esta Palabra en los labios de Jesús quedaban fascinados. Es que
nadie había hablado como él (cf Jn 7,46). Pronto se dieron cuenta los
discípulos que sólo él tenía palabras de vida eterna (cf Jn 6,68). Todo el
ministerio de Cristo está en función de comunicar lo que ha oído al Padre, lo
que cada persona humana necesita, lo que él debe decir a la humanidad porque él
es el camino, la verdad y la vida (cf Jn 14,6). Por eso, a la hora de la
muerte, no puede perder la cátedra más sublime y el momento más grande de su
paso por la tierra para ser maestro no sólo con el ejemplo de su vida
entregada, sino también con el mensaje salvador de su palabra.
El
monte Calvario es la realización de la doctrina enseñada en el monte de las Bienaventuranzas.
Aquí, entregado a cumplir su misión hasta el final, Jesús es el pobre de
espíritu, el manso, el misericordioso, el sediento de justicia, el obrero de la
paz, el perseguido por causa del Reino de Dios. En el monte de las
Bienaventuranzas, Jesús es maestro que enseña; en el Gólgota muestra con su
propia vida la verdad y santidad de su Evangelio. Sus palabras, integradas en
una larga oración silenciosa, dan voz al dolor y al amor con que Cristo
concluye su vida en esta tierra. Lo que es drama terrible se convierte en ellas
en luz para todo hombre que viene a este mundo (cf Jn 1,9).
Estas
últimas siete palabras de Jesús en la cruz son como etapas de su viaje interior
al Padre, al concluir su misión. Cada una de ellas descubre un aspecto de ese
misterio que es el amor con el que Dios ha amado al mundo hasta entregarle el
Hijo (cf Jn 3,16); misterio insondable, capaz de iluminar todos los
sufrimientos y esperanzas de los hombres y de los pueblos. Por eso, en esta
noche, sólo nos toca abrir el corazón para escuchar como si fuera la primera
vez esas palabras sublimes; sólo podemos adorar y contemplar, estremecidos de
amor y de agradecimiento, a Cristo entregado por nosotros. Entremos en oración
y dejemos que en nosotros se vuelve alabanza, acción de gracias y súplica de
perdón el grito apasionado de San Pablo: “Me
amó y se entregó por mí” (Gal. 2,20).
Primera Palabra: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc. 23,34)
A
Jesús la muerte no lo toma de sorpresa. Él la veía venir desde cuando entró en
el mundo consciente de que sería la oblación que agradaría al Padre (cf Heb
10,5-7). Ya había anunciado en Cesarea que tendría que ir a Jerusalén a padecer
mucho (cf Mt 16,21); en Cafarnaúm había dicho que iba a ser entregado en manos
de los hombres que lo matarían (cf Mt 17,22); y al llegar a Jerusalén anunció
de nuevo su muerte y su resurrección (cf Mt 20,18). Jesús hace saber que es
consciente de su muerte ya cercana, cuando anuncia que el perfume fino que le
ofrece una mujer en Betania es la unción para su sepultura (cf Mt 26, 10-12).
Así mismo anuncia la traición de Judas (cf Mt 26,20-21) y la negación de Pedro
(cf Mt 26,34).
A
Jesús la muerte no lo toma de sorpresa. Él ha venido para esta hora (cf Jn 12,28).
Por eso, aparece como quien domina los acontecimientos. Si aparentemente es
víctima de los hechos que otros han tramado, él, en realidad, los capta con
penetrante lucidez y con la soberana libertad de quien sabe situarse en el plan
de Dios. Lo que le preocupa no es su dolor, ni su aparente fracaso, sino la
misma causa que lo movió toda su vida: el Reino de Dios. También en esta hora de
supremo sufrimiento no quiere otra cosa sino que los hombres se salven
acogiendo desde su libertad el amor del Padre. Busca que el perdón del Padre
baje sobre los mismos que lo crucifican.
En
la cruz, una vez más, Cristo vislumbra el abismo del mal: lo que significa el
pecado del hombre como rebelión al designio salvífico de Dios, lo que conlleva
el pecado como ultraje a la gloria de Dios, los espantosos desequilibrios que
todo pecado desencadena en la humanidad. Hoy es difícil entender este lenguaje
porque nos hemos hecho insensibles frente al pecado, aunque cada día nos
golpean más duro sus consecuencias. Por eso, la primera palabra de Cristo en la
cruz es: Padre. Frente a todos los que han olvidado a Dios, él, el Hijo, clama
diciendo: “Padre, perdónalos”. No le
preocupa tanto su dolor, sino nuestro pecado; porque al ir contra el plan de
Dios nos causa una grave herida.
Para
alcanzar este perdón, Jesús excusa a sus verdugos y en ellos a nosotros: no
saben lo que hacen. Sabemos y no sabemos. Sabemos porque de lo contrario no
habría pecado; sabemos porque él vino y nos habló y no tenemos excusa (cf Jn
15,22). No sabemos porque si supiéramos todo lo que el pecado entraña no
hubiéramos crucificado al Señor de la gloria (cf 1Cor 2,8). Como dice Pedro,
obramos por ignorancia pero así cumplió Dios lo que anunció por los profetas
(He 3,17-18). Sabemos y no sabemos lo que hacemos cuando pecamos. Sabemos que
hacemos mal, que destruimos en nosotros la paz y la integridad, que malogramos
nuestra libertad, que ofendemos nuestra dignidad; de ahí el remordimiento, el
deseo de que aquello no hubiera sucedido.
El
hombre es incomparablemente mucho más grande de cuanto pueda imaginarse tanto
en el bien como en el mal. Por eso, ignoramos todo el fondo que conlleva el
pecado, lo irreparable que arrastra, la grandeza y las posibilidades que
arruinamos en nosotros. Sobre todo, no medimos la ofensa que se hace a Dios. El
pecado va contra un ser infinito, que nos ama con un amor infinito, que tiene
sobre nosotros una elección y un proyecto que nos supera y que no deberíamos
impedir jamás con el pecado. En parte, por no saber, el mal sigue habitando en
el mundo y en nuestros corazones. Así llevamos el egoísmo que nos encierra, el
odio que nos enfrenta, la mentira que nos engaña, la deshonestidad que nos
envilece, la infidelidad que socava la vida, la violencia que nos destruye.
Ante
esta realidad, Cristo sigue orando hoy por nosotros: Padre, perdónalos porque
no saben lo que hacen. No saben cómo atentan contra tu amor; no saben el mal
que se hacen a sí mismos; no saben que su infelicidad proviene de rechazar tu
plan de salvación; no saben lo que pierden al vivir en la indiferencia sin
conocerte y sin aceptar tu Reino; no saben las desgracias, a veces irreparables,
que produce el pecado para cada persona y para toda la humanidad. La plegaria
de Cristo introduce una nueva fuerza en el mundo. El reino del mal y del pecado
va a chocarse con el nuevo reino del amor y del perdón.
Así
el perdón de Dios repara lo irreparable, haciendo retornar la vida a los
corazones que el pecado ha devastado, haciendo posible en la libertad humana el
arrepentimiento y la conversión, haciendo concurrir todas las cosas en bien de
los que ama (cf Rm 8,28). La primera
palabra de Cristo en la cruz es una palabra de inmensa misericordia para el
mundo. En efecto, el que había dicho “bienaventurados
los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5,7), ¿cómo
no va a alcanzar en medio de su horrible sufrimiento el perdón y la
reconciliación para todos los que en el transcurso de los siglos quieran volver
a Dios aunque sean los más grandes pecadores de la tierra?
Jesús
a lo largo de su vida ha hecho todo lo posible por extender el Reino de Dios en
el mundo, ha luchado con todas sus fuerzas contra el pecado y la dureza del
corazón humano; ahora, cuando la medida del mal está repleta, apela a las
profundidades de la misericordia de Dios y a la compasión infinita de su amor.
También nosotros debemos combatir el mal en el plano humano, en nombre de la
justicia, de la honestidad, de la dignidad no enajenable de la persona humana y
de su destino eterno, pero cuando veamos que ya no hay ningún recurso contra la
máquina del mal que lo va venciendo todo, que desencadena los instintos de la
tierra, que siembra odio, insensatez, soberbia y crímenes por todas partes,
entonces volvamos el corazón hacia la misericordia de Dios y con Jesús
digámosle: “Padre, perdónalos porque no
saben lo que hacen”.
Segunda Palabra: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc.23,43)
La
crucifixión era un espectáculo espantoso. Dice un historiador que los primeros
cristianos se horrorizaban al poner a Cristo en la cruz, porque con sus propios
ojos habían visto esos hombres desnudos, clavados por las manos y los pies a un
palo tosco, con el cuerpo que se caía por su peso, la cabeza inclinada, perros
atraídos por el olor de la sangre les lamían los pies, buitres que volaban
alrededor del lugar de la ejecución y la víctima, extenuada por las torturas,
ardía por la sed y llegaba a invocar la muerte con gritos desgarradores. Era el
suplicio de los esclavos y de los bandidos. Fue la muerte que Jesús soportó,
haciéndose, según la visión de Israel, como dice San Pablo, “un maldito” (cf
Gal 3,13 ).
Pero
en donde los ojos de la carne no ven sino una espantosa tragedia, los ojos de
la fe contemplan un grandioso misterio. Ese crucificado bañado en sangre es el
Hijo eterno de Dios. Parece arrastrado por la fuerza de los acontecimientos;
pero allí, Dios estaba reconciliando consigo todas las cosas, tanto las de la
tierra como las del cielo, pacificándolas por la sangre de su cruz (cf 2 Cor
5,19; Col 1,19-20). Su primera palabra ha sido para pedir el perdón y ya el
perdón está en marcha para llevar al paraíso a uno de los dos malhechores
crucificados con él. El destino de estos dos hombres es misterioso. Toda vida
que se acerca a Jesús, para rechazarlo o para aceptarlo, ve de repente que se
profundiza su propio misterio.
El
destino diverso de estos dos hombres representa los resultados extremos que
puede producir el sufrimiento: la libertad del alma o la rebelión. Hay cruces
que llevan a la blasfemia y cruces que llevan al paraíso. En la colina del
Calvario, externamente, las tres cruces ensangrentadas son iguales. Los ojos de
la carne ven la misma horrible tragedia; sin embargo, como dice San Agustín, de
estos tres hombres, uno da la salvación, otro la recibe y el otro la desprecia.
Uno de los malhechores, sin esperanza de escapar a la muerte, lleno de rabia y
de odio le decía a Jesús: “¿No eres tú el
Mesías? Sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros”. Así se unía a los
escribas y a los que pasaban por el camino que se burlaban de Jesús (cf Mc 15,31-32). No reconoce la posibilidad de
salvación que tiene, aunque no sabemos si, en el último instante, un relámpago
de la gracia iluminó su noche.
El
otro malhechor, aunque su dolor es también atroz, logra dejarse impresionar por
la santidad con que Jesús sufre y con un cierto sentido de la justicia sale en
su defensa. Y luego, movido por la gracia, pone toda su vida y toda su
esperanza en este grito: “Jesús,
acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”. Qué grande es la fe de este
hombre. Un moribundo ve a Jesús moribundo y le pide la vida; un crucificado ve
a Jesús crucificado y le pide salvación; un condenado ve a Jesús condenado y le
pide entrar en su Reino. En medio de la tragedia y la tristeza del patíbulo, la
fe le hace ver al ladrón “un cielo nuevo
y una tierra nueva en donde habita la justicia” (2Pe 3,13).
Jesús le responde: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Tres palabras que Bossuet comenta con otras tres: Hoy, qué prontitud; conmigo,
qué compañía; en el paraíso, qué descanso y plenitud. No se entra en el paraíso
mañana, ni pasado mañana, ni dentro de diez años, se entra hoy; una vez que se
da el paso de la fe y se le entrega todo el proyecto personal a Cristo,
comienza para cada uno de nosotros la vida eterna. Sólo se entra al paraíso con
Cristo, él es el camino para ir al Padre, él es el pastor que nos guía a las
moradas eternas. La llave para entrar al paraíso es la cruz del Señor, pues,
como advierte San Pedro, no fuimos rescatados con plata y con oro,
corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin mancha” (cf
1Pe 1,18-20).
Hay
tres abismos en estas tres cruces. El odio que encierra en la muerte, el
arrepentimiento que lleva a la esperanza, el amor redentor que produce la
salvación. Es preciso que esta noche veamos las grandes posibilidades de
nuestra vida; no estamos hechos para quedarnos en esta mala posada de que
hablaba Santa Teresa. Nuestra existencia no puede reducirse, como parece ser el
programa del mundo de hoy, a trabajar y consumir, ganar dinero y deleitarnos.
Eso no es vida; el vacío, la frustración, la melancolía que deja un placer
efímero y barato no pueden ser la razón de vivir para una persona humana. No
podemos admitir tampoco que nuestro futuro es la nada o la oscuridad de un
sepulcro o la triste transmigración en otros seres. ¡No! Nuestra perspectiva
futura es el cielo; nuestro corazón no está en paz sino buscando y poseyendo
para siempre a Dios.
En
esta noche, cuando tenemos la gracia de estar junto a la cruz del Señor,
contemplando su muerte redentora, despertémonos a la esperanza en la vida
eterna y comprometámonos seriamente a caminar hacia Dios asumiendo, con fe y
con amor, nuestra misión en la tierra. San Pablo escribe: “Considero que los sufrimientos del tiempo presente no tienen
proporción con la gloria futura que se nos revelará” (Rm 7,18). Y también
dice: “Pues por la momentánea y ligera
tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable, y no ponemos
nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles
son temporales y las invisibles son eternas” (2 Cor 4,17). Que la
meditación de esta noche avive en nosotros el deseo de querer estar para
siempre con Dios y el empeñó serio de buscar esa vida que, como dice
Tercera Palabra: “Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo ahí tienes a tu Madre” (Jn 19,26-27)
Los
adversarios de Jesús parece que han triunfado. Las muchedumbres que antes lo
habían aclamado ahora se alejan de él. Quedan cerca de la cruz algunos soldados
que se distribuyen los vestidos de Jesús y algunas personas cercanas: su Madre,
Ahora,
cuando la muerte está cerca, cuando su madre ya no puede hacer nada exteriormente
por él y cuando él como nunca se ocupa de las cosas del Padre, le permite que
esté presente. Esta presencia, para ambos, es a la vez dulzura y dolor. Quien
ama, cuando descubre el eco de su propio sufrimiento en un ser amado, siente inseparablemente
consuelo y desgarramiento del corazón. Jesús ve el sufrimiento de su madre,
pero ve también la capacidad que tiene de compartir la misión que él está
cumpliendo. La palabra que le dirige, entonces, se propone, en ese momento
solemne, introducirla en el corazón mismo del drama de la redención del mundo.
Si Cristo ha aceptado sufrir y morir por la salvación del mundo, es claro que
los que se hagan miembros de su cuerpo, en
Esto
es lo que ha expresado San Pablo cuando escribió: “Ahora yo me alegro en mis tribulaciones por ustedes, y cumplo en mi
carne lo que falta a la pasión de Cristo, a favor de su cuerpo, que es
En Caná de Galilea, María pidiendo una ayuda
material para unos novios que estaban en apuros porque se había acabado el vino
de la fiesta, adelantó una hora que no había llegado todavía (cf Jn 2,3-5). En
este momento, cuando ha sonado ya la hora de la redención, ella, conociendo la
infinita miseria espiritual del mundo que ha crucificado al Hijo de Dios, y
unida como nunca a la compasión y a la intercesión de su Jesús, está solamente
para las cosas del Padre, pidiendo también la salvación de todos los hombres,
los del pasado, los del presente, los del futuro. Entonces, más que en Caná, Jesús escucha su
súplica y le permite a ella, la primera de los redimidos, que por su amor y su
oración coopere a engendrar los que están naciendo por la sangre y las lágrimas
del único mediador entre Dios y los hombres, que se da en rescate por todos (cf
1Tim 2,5-6; Heb 5,7).
Es
la hora del poder de María. Uniendo ella su súplica limitada a la súplica
infinita de su Hijo participa de modo eminente en la obra de la redención. Así,
de una parte, queda hecha madre de todos los discípulos de Cristo y, de otra,
desde su vinculación profunda al drama del Calvario, asocia a toda
Virgen
María, no bajes del Calvario, sigue acompañando a
Cuarta Palabra: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt.27,46)
A
pesar del sufrimiento, en sus tres primeras palabras, Jesús ha mostrado el amor
y la bondad que habitan en su corazón. Él se sobrepone a las torturas que
padece, como olvidándolas, para implorar el perdón para los que lo crucifican,
para prometer el paraíso al ladrón, para dar su madre al discípulo. Las dos
palabras siguientes son gritos que dejan ver la intensidad de su dolor, que se
hace plegaria en medio del suplicio. Después de la repartición de los vestidos,
de las burlas de los que pasaban, de las intervenciones de los bandidos
crucificados con él, de la llegada de la oscuridad, según la narración de San
Marcos, Jesús, hacia las tres de la tarde, ve llegar la muerte y, entonces,
levanta la voz y pronuncia sus últimas
palabras (cf Mc 15,33-35).
Jesús
se ha ido quedando solo. Ya no están las muchedumbres de Galilea que lo seguían
en busca de milagros. Ha sido condenado por los jefes para defender la religión
y la ciudad, pues lo han juzgado como blasfemo e insurgente; el pueblo de Jerusalén
grita contra él, lo iguala a los criminales comunes y se lo entrega a la
autoridad extranjera; los discípulos lo han abandonado, uno lo ha vendido, otro
lo ha negado, todos han huido llenos de miedo; él mismo ha alejado de sí la
compañía fiel de su madre buena y del discípulo predilecto, que trataban de rodearlo
de afecto en su agonía. Ha quedado solo. Entonces las primeras palabras del
Salmo 21, que describe las pruebas del justo, le sirven para expresar su
desolación.
En
este momento de total miseria, cuando se encuentra sin ningún apoyo, es cuando
tiene la experiencia del mayor despojo interior que es posible. Cae sobre su
corazón una angustia indecible, una prueba que ya como que no puede llevar;
entonces, reúne sus últimas energías para clamar con un grito, tan cargado de
dolor y de misterio, que el evangelista lo transcribe en la misma lengua de
Jesús. “Eloí, Eloí, lama sabactaní”,
que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado?” Ya no dice “Padre”, como en la primera palabra,
sino “Dios mío”. ¿Por qué lanza este lamento que ahora da pie a nuevas burlas
por parte de los jefes de Israel, que en él no lograron ver el Mesías prometido
por Dios?
Aunque
muchos se puedan escandalizar con esta palabra, para nosotros los creyentes es
una palabra profunda y adorable que nos descubre el último fondo de la
encarnación y del anonadamiento del Hijo de Dios. Ciertamente esta palabra es
un escándalo, como es escándalo todo el Evangelio: el omnipotente aparece en
debilidad,
Esta
palabra nos muestra cómo los sufrimientos de Cristo en la cruz no fueron
solamente físicos, sino sobre todo morales. En su agonía ve todos nuestros
pecados, conoce cada una de nuestras traiciones al plan de Dios, percibe cada
uno de nuestros rechazos a la gracia, vislumbra la frustración de muchas
personas que se separarán para siempre de su Amor. Su sufrimiento es el del
Salvador del mundo, no el de un condenado; es reparación, no castigo; es luz
sobre la suerte de la humanidad, no confusión; es caridad encendida, no
desesperación. Pero el sufrimiento redentor del Hijo de Dios que muere por
nosotros es más desgarrador que cualquier otro sufrimiento que podamos
imaginar. Este sufrimiento es el único que puede medir plenamente el abismo que
separa el bien del mal, el amor del odio, el cielo del infierno.
San
Pablo, contemplando estas profundidades de la encarnación del Hijo de Dios,
dice que Cristo se hizo maldición por nosotros (cf Ga 3,13), que por nosotros
se hizo pecado (cf 2 Co 5,21). Jesús no es un maldito, es el Hijo muy amado en
quien el Padre se ha complacido (Mc 9,27), pero por nosotros se ha hecho
maldición; no es pecador, es santo, inocente, sin mancha, elevado más alto de
los cielos (Heb 7,26), pero por nosotros experimentó la tragedia del pecado que
borra los lazos de la filiación. Jesús, el que no tenía pecado (Heb 4,15), en
la cruz bajó hasta la última profundidad del drama del mal, identificándose con
el estado de maldición que comporta para nosotros el pecado. Así, la desgracia
del pecado quedó iluminada por su inmolación en el amor, para que también
nosotros pudiéramos por el amor transformarla en redención.
Nosotros
no tendremos nunca experiencia de este sufrimiento de Cristo en la cruz, pues
sólo puede tenerlo quien como verdadero Dios participa de la visión beatífica y
como verdadero hombre asume por amor la desastrosa suerte del pecador. En este
momento en que Cristo parece vencido por el dolor, es cuando más asume, domina
y encausa el sufrimiento de todos los tristes, de todos los pobres, de todos
los abandonados, de todos los pecadores y lo hace salvación. Por eso este grito
de Jesús en la cruz que entraña tanto dolor y tanto misterio, finalmente, no es
sino un grito de amor y de esperanza.
Quinta Palabra: “Tengo sed” (Jn 19,28)
Estas
dos últimas palabras expresan el exceso de sufrimiento que vive el Señor. Si la
cuarta palabra es un grito de desconsuelo interior, la quinta es la
manifestación de su total agotamiento físico. Con las palabras anteriores,
Jesús ha mantenido un diálogo con el Padre. Ahora parece que, sin ninguna
presencia ni compañía, vive la experiencia de la soledad y de la sed. Esta
palabra tiene dos aspectos. Es el lamento doloroso que el extremo sufrimiento
físico le hace pronunciar espontáneamente; pero es la expresión de su decisión
de ir hasta el final en la misión que el Padre le ha confiado.
Así
parecen explicarlo las palabras del Evangelista: “Jesús sabiendo que todo ya estaba consumado, para que se cumpliera
A
veces se preparaba para los condenados a muerte una bebida embriagante con el
fin de atenuar sus terribles dolores. Parece que algunas mujeres en Jerusalén
se dedicaban a este oficio de caridad. Antes de la crucifixión le ofrecen a
Jesús este vino mezclado con mirra, pero él no lo bebió queriendo probablemente
vivir su muerte con plena conciencia (cf Mc 15,22). Jesús había rechazado esa
bebida que anestesiaba, pero después de perder sangre durante tres horas de
agonía, todos los ardores de sus miembros destrozados se concentran en la llama
atroz que devora sus entrañas. Es entonces cuando dice. “¡Tengo sed!”
Generalmente,
los soldados tenían en una jarra una mezcla de agua y vinagre, con lo que se
contentaban si no tenían algo mejor para beber. Por eso, uno de ellos, humedeció
una esponja en esta bebida, la puso en una caña y la acerca a la boca de Jesús.
Al parecer tiene compasión de Jesús, pero temiendo que se lo impidan habla como
los de su ambiente diciendo: “Veamos si
viene Elías a bajarlo” (cf Mc 15,36). Tiene que mezclar un poco de burla a
su pobre acto de bondad. Jesús queriendo vivir su martirio hasta las últimas
consecuencias, de nuevo no bebió. Es que él misteriosamente calma su sed física
con otra sed más profunda: su deseo de salvar el mundo.
Ayer
había dicho a sus discípulos: “He
deseador ardientemente comer esta pascua”. ¿Cómo puede desear comer una
pascua que sabe es el comienzo de su agonía y de su muerte? Ya desde su entrada
en el mundo, como advierte
Nosotros
hemos sido salvados en esa sed, en esa oración redentora hecha en la cruz, en
ese dolor ofrecido para reparar la desobediencia original, en ese amor hasta la
inmolación que reconcilia con Dios. Desde la cruz, con una sola mirada, Jesús
divisaba el desarrollo de la historia del mundo. Veía en un solo instante todos
los hombres que habían existido y que existirían y por todos intercedía.
Conocía todas las ofensas al Amor infinito y moría por repararlas. Así la
agonía de Jesús se extiende a toda la tragedia humana. Todos nuestros pecados
están asumidos en la profundidad de ese acto de obediencia y de amor redentor.
En
esta noche, con nuestra fe y nuestro amor, como la samaritana, acerquémonos a
este sediento y escuchemos que nos dice: “el
que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le
dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna” (Jn
4,10). Entonces comprobaremos la verdad de
Sexta Palabra: “Todo está consumado” (Jn.19,30)
Esta
palabra de Jesús significa no solamente que las profecías se han cumplido, sino
que se han consumado de una manera tan elevada y tan plena, que sobrepasan todo
lo que esperaba el pueblo elegido. Israel soñaba siempre con la liberación
mesiánica, que muchos se imaginaban como una era de felicidad temporal o una
dominación política garantizada por el mismo Yahvéh. Pero todas las
expectativas quedaron superadas por el Reino de Dios instaurado por Cristo, en
el que se realizan todas las esperanzas de la humanidad. Con Jesús, a quien Tertuliano
llama “el iluminador del pasado”, se
descorre el velo y aparece el sentido pleno de la creación, del paraíso
terrenal, de la caída del hombre, de los patriarcas, de la liberación de
Egipto, de los profetas, de la tierra prometida, de la nueva Jerusalén.
Todas
las profecías se han cumplido; él lo sabe y así trató de explicarlo a los
judíos advirtiéndoles que ellas testifican sobre él (Jn 5,39). Ahora, él
contempla esa larga serie de anuncios, en el orden que aparecieron para
orientar progresivamente la esperanza de Israel hacia ese punto misterioso del
tiempo en el cual finalmente todas las cosas, en el cielo y en la tierra, se
reconciliarían con la sangre de su cruz (Col 1,20). La serenidad soberana de
esa mirada que abraza toda la sucesión de los siglos, aparece en la sexta
palabra, llena al mismo tiempo de tristeza y de majestad: “Todo está consumado”.
Jesús
conoce plenamente todo el proyecto salvífico de Dios: “Mi Padre, dice él, me confió
todas las cosas” (Mt 11,27); por eso, toda su vida no es sino un acto
filial de obediencia. Expresiones suyas, en este sentido, son las siguientes:
Mi alimento es hacer la voluntad de quien me ha enviado; es necesario que el
mundo sepa que yo amo al Padre y que obro según el mandato que me dio (cf Jn
10,17; 14,31). Así obedeciendo aun en medio de muchos sufrimientos “se convirtió para todos aquellos que le
obedecen en principio de salvación eterna” (Heb 5,7). Es el nuevo Adán que
repara el no al plan de Dios, dado al principio, con un acto radical de
confianza y de disponibilidad frente a la voluntad divina. “Todo está consumado” significa, en último término, que el designio
del Padre de salvar el mundo, con la obediencia de Jesús ya se ha cumplido.
Al
final de su primera venida, cuando se concluye sobre la cruz su pasión
redentora, dice: “Todo está consumado”
y al final del tiempo, cuando se concluya la peregrinación de la humanidad por
este mundo, según el decir de San Pablo, pronunciará una palabra semejante al
entregarle al Padre el mundo restaurado: “Todo
está sometido”, para que Dios sea todo en todas las cosas (1 Co 15,24-28).
Así ahora todo está consumado con la obra redentora de la cruz; y al final, en
el momento de la segunda venida, todo quedará sometido porque su amor hasta la
sangre todo lo va transformando en vida eterna.
Pero
entre el todo está consumado y el todo está sometido es el tiempo de nuestra responsabilidad
y nuestro trabajo en el plan de la salvación. Ninguno de nosotros ha venido al
mundo sin una misión concreta e importante. Nuestra responsabilidad ahora es no
cerrarnos en nuestro egoísmo, sino abrirnos con todas nuestras capacidades y
posibilidades para aportar mucho a la construcción de esa tierra nueva y ese
cielo nuevo en los que habita la justicia (cf 2 Pe 3,13). Por eso,
Así
cuando llegue nuestra muerte, no será un momento desgarrador, sino la hora de
la madurez en que nuestro destino realmente se ha cumplido porque podemos
ofrecerle a Dios la tarea realizada. Entonces, Cristo, abrazando con la fuerza
de su muerte y de su resurrección nuestra vida y nuestra misión ya terminadas,
culminará su tarea de buen Pastor introduciéndonos en la gloria como verdaderos
hijos de Dios.
Séptima Palabra: “Padre en
tus manos encomiendo mi espíritu” Lc.23,46)
El
sentido de las dos últimas palabras de Cristo en la cruz, lo podríamos
encontrar escondido en aquellos versículos de la oración sacerdotal en los que
en la víspera de su pasión le dice al Padre: “Yo te glorifiqué en la tierra, llevando a cabo la obra que me
encomendaste, ahora, Padre, glorifícame Tú, con la gloria que tenía contigo
antes de existir el mundo” (Jn 17,4-5). Según nos narra San Lucas, Jesús
con fuete voz dijo: “Padre, en tus manos
entrego mi espíritu”. Está lleno de vida, para morir él mismo tiene que
arrancarla con gran decisión de su voluntad. Ya antes había dicho: “Yo doy mi vida y la tomo de nuevo. Nadie me
la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y el poder de
volver a tomarla” (Jn 10, 17-18). Este dar la vida es lo que hace de la
muerte de Cristo una verdadera ofrenda.
Después
de haberlo entregado todo, su tiempo, su palabra, su amor, su cuerpo, su
sangre, su madre, entrega también su espíritu al Padre. Le confía al Padre el
espíritu, lo más grande y precioso que tiene. Su espíritu que es el amor con
que ha servido al Padre, con que se ha entregado a los hombres y con que ha
realizado el nuevo universo de la redención; su espíritu que es el patrimonio
que desde las manos del Padre vendrá a sus discípulos en Pentecostés para
iluminarlos y sostenerlos en las fatigas y las esperanzas de la historia.
En la
vida de Jesús hubo indecibles sufrimientos pero también alegrías muy grandes.
Cuando era niño tenía la ternura de su madre; supo descubrir las cosas bellas
del mundo como las flores de los campos, la mies que madura, los arreboles del
cielo que anuncian el buen tiempo, la vida de la semilla que revienta, el lago
ondulante de peces, la alegría en los ojos de los hombres; contempló con gozo y
agradecimiento la disponibilidad de los humildes, la fe y la magnanimidad de
muchos que se acercaron a él; sobre todo, vivió en la plenitud de ser uno con
el Padre y saboreaba en sus noches de oración y sus largos días de apostolado
la esperanza de la llegada del Reino de Dios. Por eso, su última palabra es una
palabra de confianza y de victoria, es un signo de que lo inunda una paz
triunfal.
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Esta oración bella y suprema de
Jesús al final de su sacrificio debe estar siempre en nuestros labios y en
nuestro corazón al terminar la jornada cada día, como un entrenamiento para que
esté también al final de nuestra vida. Nosotros no podemos morir en la
inconsciencia, como bestias derribadas; nosotros tenemos que morir en el amor,
en la ofrenda de nuestro ser, en la culminación de nuestra misión, en la
confianza de quien se descarga en las manos tiernas y fuertes, fieles y
seguras, paternales y amorosas de Dios.
Conclusión
Nos
relatan los Evangelios que después, inclinando la cabeza, Jesús expiró. Según
San Juan, cuando llegaron los soldados a quebrar las piernas de los ajusticiados
encontraron a Jesús ya muerto y entonces uno le traspasó el costado con una
lanza y al instante salió sangre y agua (Jn 19,32-34). Aquí está escondido un
gran misterio. La sangre de la redención del mundo será conservada en
La
muerte de Jesús marca el fin de la alianza antigua y el comienzo de un mundo
nuevo. De una parte, con el último grito de Jesús, algo termina para siempre.
Su vida temporal ya no volverá a comenzar jamás. Esta realidad irreversible le
fascinaba a Péguy: “Felices los que lo
vieron pasar por su pueblo; felices los que lo vieron caminar en esta tierra; los
que lo vieron andar sobre el lago tempestuoso; felices los que lo vieron
resucitar a Lázaro… Feliz Magdalena, feliz Verónica, Ustedes no son santas como
las otras. Todos los santos han visto a Jesús sentado a la derecha del Padre,
pero sólo Ustedes vieron ese cuerpo humano en nuestra común humanidad;
solamente Ustedes lo han visto dos veces”
Los
hechos que siguen inmediatamente a la muerte de Jesús, en las narraciones de
Marcos y Mateo, muestran cómo se levanta sobre la humanidad el sol de la
redención, cómo empieza la novedad más extraordinaria. El velo del templo se
partió en dos de arriba abajo indicando que se cerraba el testamento viejo, la
profesión de fe del centurión habla ya de los gentiles que llegan al Evangelio,
los muertos que salen de los sepulcros anuncian la nueva condición gloriosa
para la humanidad. Ahora la cruz, más que un misterio de sufrimiento, es un
misterio de luz y de vida. El sufrimiento pasará, la luz durará para siempre.
Hace dos mil años la cruz le abrió nuevos horizontes a un mundo decadente.
También hoy la cruz debe mostrarnos el sentido de la vida, la fuerza del amor y
la esperanza de la resurrección.
Medellín, 18 de abril de 2014