HOMILÍA EN LA VIGILIA PASCUAL
19 | 04 | 2014
Toda la vida de la Iglesia desemboca en esta noche; la más santa, la más alegre, la más grande que pueda celebrar la liturgia cristiana a lo largo del año. El lucernario inicial, con una pedagogía admirable, nos hizo vivir el sentido profundo de esta Vigilia Pascual. Debemos pasar de las tinieblas a la luz. Siempre estamos necesitados de luz que alumbre nuestro camino, que queme el mal que hay en nuestro interior y que caliente nuestro frío. Israel en la noche del desierto fue guiado por una columna de fuego; nosotros, en las incertidumbres y desesperanzas de nuestra vida, somos guiados por Cristo Resucitado que, como lo ha simbolizado el cirio y lo ha cantado el pregón pascual, nos precede en nuestra marcha y, como a los discípulos de Emaús, nos hace arder el corazón. Es preciso acoger la luz que es Cristo, capaz de eliminar lo viejo que hay en nosotros, de esclarecer nuestras dudas y tristezas, de alumbrar horizontes nuevos de alegría y de esperanza.
La Palabra de Dios, ofrecida con abundancia en esta celebración, nos narra los grandes acontecimientos de la salvación, en los que podemos meditar, a partir de las tres noches que describe. La primera es la de la creación, cuando la tierra estaba desierta, las tinieblas recubrían el abismo y el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas. Noche llena de misterio porque en ella resonó por primera vez la voz de Dios. Dios sale del silencio y se revela en el universo, que construye como la casa y taller para la persona humana, hecha a su imagen y semejanza. La segunda noche nos muestra un pueblo que huye de la esclavitud hacia la libertad; ahora la naturaleza humana se presenta descompuesta, sin la armonía del principio y en peligro de ser destruida por el caos que ella misma ha producido con el pecado. La tercera noche es la que hoy nos alegra, aquella en la que Cristo ha resucitado de entre los muertos. Así ha culminado lo que en las otras dos noches había comenzado y que, desde ellas, esperaba la humanidad.
Realmente, como
enseña san Pablo, “Dios que dijo: brille
la luz en las tinieblas, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para
irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que refulge en el rostro de
Cristo” (2 Cor 4,6). En Cristo resucitado se ha producido una nueva
creación. Dios Padre, en esta noche, ha reconstruido su creación, librándola
definitivamente de la corrupción. El
ser humano ha encontrado su dignidad original; en su rostro ha sido insuflado
el soplo de la vida, aquel Espíritu que ha levantado al crucificado de entre
los muertos. “Y si el Espíritu de Aquel
que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en Ustedes, Aquel que resucitó
a Cristo de entre los muertos dará también la vida a sus cuerpos mortales por
el su Espíritu que habita en Ustedes” (Rm 8,10-11). En Cristo Resucitado se ha cumplido lo que
prefiguraba la liberación de Egipto; han quedado libres aquellos que por temor
a la muerte estaban sometidos a la esclavitud toda la vida (cf Heb 2,15).
Los textos bíblicos no describen la resurrección, pero se nos explica el
acontecimiento salvador. En esta noche ha sido recreada la persona humana, ha
sido formado un nuevo Adán y así se ha puesto el inicio de una nueva humanidad.
El crucificado había tomado sobre sí el pecado de todos nosotros y asumió
nuestra muerte hasta bajar a una tumba. En este cuerpo muerto y sepultado el
mal había realizado su obra devastadora. Pero la fuerza vivificante del
Espíritu del Padre lo resucita, lo llena de la vida divina. No es un regreso a
la vida precedente y corruptible, sino la vida misma de Dios que viene a
glorificar el cuerpo del Crucificado. La humanidad de Cristo entra para siempre
en posesión de la vida divina. Es un cambio en la condición humana. Un hombre
de nuestro mundo ha quedado libre de la condición mortal del pecado e
introducido en la vida divina. Pero él lo ha logrado para todos. Desde
entonces, en Cristo, todos podemos ser transformados y participar de la misma
vida de Dios.
En efecto, lo que aconteció a Cristo nos sucede también a nosotros por
la gracia especial de los sacramentos. Ante todo, por el Bautismo como nos
acaba de explicar San Pablo: “Por el
bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue
despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos
en una vida nueva. Porque si nuestra existencia está unida a él en una muerte
como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya” (Rm
6,4-5). Comprendamos, dice el Apóstol, que nuestra vieja condición ha sido
crucificada, que nuestra personalidad ha sido destruida, que estamos libres de
la esclavitud del pecado, que hemos resucitado con Cristo y que estamos vivos para Dios (Rm 6,7-11). No se
puede dar mejor noticia que ésta: la resurrección de Cristo se renueva en cada
uno de nosotros, no nos falta nada de la victoria que ha alcanzado nuestro
Salvador.
Ahora entendemos todos que el Bautismo no es un acto social, ni un rito
mágico. Es el mayor acontecimiento de salvación que podamos vivir. Dios nos
elige y con su Espíritu nos da la vida nueva de Cristo, vida de hijos de Dios.
Es el momento en el que la resurrección llega hasta mí y empieza un proceso de
transformación de todo mi ser. Es lo que van a vivir quienes ahora van a ser
bautizados. Estos jóvenes, después de una cuidadosa catequesis, han dado el
paso de la fe; quieren confiarle a Dios, en Cristo, toda su vida para que la
salve. Por eso, ahora nacen a la vida nueva del agua y del Espíritu, ahora son
consagrados para que participen de la condición de Cristo profeta, sacerdote y pastor,
son revestidos de Cristo como nuevas criaturas, son iluminados con la luz que
es Cristo. Todos le agradecemos a Dios que los haya llamado a este gran
sacramento, los felicitamos de corazón y los acogemos con sincero afecto en la
Iglesia.
Pero, luego, todos vamos a renovar nuestras promesas bautismales. Es
decir, vamos a sentir la alegría de que hemos muerto a la vida desordenada que
inició Adán con el pecado y hemos entrado en la libertad de los hijos de Dios.
Así culminamos el camino espiritual que, según las circunstancias de cada uno,
hemos hecho a lo largo de la Cuaresma: transformar nuestra condición de pecado
en nuevas creaturas. Entre quienes renovamos hoy las promesas del Bautismo
están los alumnos de propedéutico de los seminarios de nuestra Arquidiócesis.
Ellos, antes de iniciar propiamente la formación al sacerdocio, están
empeñados, con la ayuda de sus formadores, en hacer un proceso serio de
reiniciación cristiana que los conduzca a una opción, consciente, libre y
generosa por Cristo. Los felicitamos por el llamado que han recibido del Señor
y los acompañamos en este momento tan importante de su vida. No duden, queridos
jóvenes, de entregarse totalmente al Señor.
Finalmente, en esta noche santa, nuestra participación en la muerte y
resurrección del Señor se cumple en la Eucaristía. Recordamos bien lo que él ha
hecho en la última cena; nos ha dado la posibilidad de hacer su memoria, de
vivir su entrega al Padre por la humanidad y, luego, de poner dentro de
nosotros todo su amor, toda su vida, todo su ser. Pues ahora lo haremos con
profundo agradecimiento y alegría. Esta es una noche para una experiencia de
fe, de gozo, de esperanza. Tenemos que sentirnos perdonados y reconciliados.
Hay para nosotros, en Cristo, una nueva forma de relación con Dios, con los
hermanos y con nosotros mismos. Tenemos que sentirnos vivos, con una vida que
supera el tiempo, partícipes de la misma naturaleza de Dios. Tenemos que
sentirnos llamados a ser testigos de una noticia y de una plenitud que el mundo
no conoce, pero que es para todos.
Alegrémonos en el acontecimiento más grande la historia, Cristo ha resucitado. Alegrémonos, nuestro Pastor nos ha rescatado del pecado y de la muerte. Alegrémonos, el Señor está vivo y nos conduce a Dios. Aleluya. Felices Pascuas.
Medellín, 19 de abril de 2014