EN LA ORDENACIÓN EPISCOPAL DE MONS. HUGO TORRES Y MONS. EDGAR ARISTIZÁBAL
04 | 06 | 2011
EN LA ORDENACIÓN
EPISCOPAL DE MONS. HUGO TORRES Y MONS. EDGAR ARISTIZÁBAL
Medellín, 4 de junio
de 2011
Is 61,1-3; 2 Tim 1,6-14; Mt
10,1-5
Expreso mi saludo cordial a Su
Excelencia Mons. Aldo Cavalli, Nuncio Apostólico en Colombia; en él agradezco a
Su Santidad Benedicto XVI, el don tan grande de estos dos obispos auxiliares
para la Arquidiócesis de Medellín. Dirijo una palabra de gratitud y de afecto a
Su Eminencia el Señor Cardenal Pedro Rubiano Sáenz, a Su Excelencia Mons. Rubén
Salazar Gómez, Presidente de la Conferencia Episcopal de Colombia, y a los
demás Excelentísimos Arzobispos y Obispos; con su oración y su presencia
realizan en esta mañana la colegialidad sacramental que nos une. Mi respetuoso
saludo a las autoridades civiles y militares, que nos acompañan con la
conciencia del profundo significado que tiene esta celebración.
Mi especial abrazo en Cristo para
Mons. Hugo Torres Marín y Mons. Edgar Aristizábal Quintero, quienes hoy, de
nuevo, reciben la unción y la fuerza del Espíritu Santo. Me congratulo con sus
parientes y amigos, que contemplan las maravillas de Dios en estos nuevos
Obispos. Mi saludo a quienes representan las Diócesis de Cartago y Santa Rosa
de Osos, a las que les agradecemos los hijos que nos dan. Me dirijo a los
presbíteros, diáconos, religiosos, religiosas y seminaristas, que se unen a
esta celebración viviendo la propia experiencia del llamamiento del Señor. Saludo
de corazón a quienes están aquí presentes y a quienes nos siguen a través de
los medios de comunicación. A todos les deseo, con San Pablo, “la gracia y la
paz de Dios, nuestro Padre, y de Jesucristo, el Señor” (2 Cor 1,2).
El gozo que hoy nos congrega es
contemplar, en la fe, cómo se repite aquella escena evangélica que acabamos de
escuchar. El Señor llamó a sus Doce discípulos, los llamó por su nombre y los
envió. Como ese día a Simón y a Andrés, a Santiago y a Juan, hoy llama a Hugo y
a Edgar. Lo primero que resalta en este pasaje es que la iniciativa no es de
los discípulos, sino de Jesús. Así ha sido para cada uno de nosotros, desde el
día del Bautismo, la historia de nuestra vocación. Yo quisiera que esta solemne
liturgia nos llevara a un clima de encuentro con el Señor en el que pudiéramos
sentir y gustar esa llamada, cuya única explicación no está en nosotros, en
nuestra bondad o en nuestras capacidades, sino en la bondad y en la generosidad
de Dios. La libertad de Dios nos ha elegido a pesar de nuestros pecados,
simplemente porque quiso (cf Mc
3,13-14).
Hombres pecadores y sin embargo
elegidos por Dios, eso somos cada uno de nosotros. Esto no basta saberlo, es
preciso sentirlo; y es en esta experiencia donde, de una parte, brota la
alegría y la acción de gracias por el don de la vocación y, de otra, donde
nuestros deseos, nuestros planes y nuestra libertad se van articulando en el
deseo, en el plan y en la libertad de Dios. Así este llamamiento se hace
personal e intransferible y exige adherirse a la persona misma de Jesús,
compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a
la voluntad del Padre, entregar como El toda la vida por el advenimiento del
Reino de Dios. Ser sacerdote y serlo en plenitud, como es el caso del Obispo,
no es sólo realizar unas actividades ya establecidas, sino inventar cada día el
gozo de ser un signo personal y viviente de Cristo. Es hacer posible hoy y aquí
su palabra, su presencia, su gracia, su amor, su salvación.
Los Doce, para que se mantuviera
el servicio apostólico, eligieron colaboradores a quienes, por el antiguo gesto
de la imposición de las manos, comunicaron el mismo don que habían recibido. De
esta manera, a través de los tiempos, se ha ido transmitiendo, por la sucesión
continua de los obispos, este importante ministerio, que hace actual y operante
la obra redentora de Cristo. Esto lo sintetiza el Concilio Vaticano II
diciendo: “Jesucristo, Pastor eterno, edificó la santa Iglesia enviando a sus
Apóstoles lo mismo que El fue enviado por el Padre, y quiso que los sucesores
de aquellos, los Obispos, fueran los pastores en su Iglesia hasta la
consumación de los siglos” (LG 18). Y el Papa Pablo VI afirmaba: “La sucesión
apostólica es la razón de la dignidad, es el principio de la autoridad, es la
prenda de la santidad, es el estímulo para la entrega, es la fuerza en el
camino espiritual del Obispo” (Pablo VI Hom. 20. X.1963).
La ordenación episcopal es un
sacramento; por tanto, es una fuente de gracia, es un don divino, es una
riqueza espiritual, es una santificación superior. El rito que ahora
celebramos, no es una simple transmisión de poderes litúrgicos, magisteriales o
jurídicos; es una perfección conferida a la persona del consagrado; el cual
antes de ser un santificador de los demás, es él mismo santificado. La obra del
Espíritu Santo en el sacramento del Orden no consiste solamente en conferir una
gracia a quien lo recibe, sino también en imprimir un carácter que asimila el
ser del consagrado a la condición sacerdotal y pastoral de Cristo; asimilación
que llega a la verdadera plenitud en la Ordenación episcopal. De tal forma
queda el ministro asociado con Cristo que este sello sacramental es
indestructible en el tiempo y la eternidad y deja en el que lo ha recibido un
esplendor de dignidad, de potencia, de misterio.
Debemos bendecir a Dios por la
obra, que para bien de la Iglesia y aun de toda la humanidad, hace hoy en estos
dos hermanos nuestros. El sacerdocio ministerial no substituye a Cristo, pero
lo personifica; no introduce una nueva mediación entre Dios y la humanidad,
pero pone en ejercicio la única mediación de Cristo. Es la dignidad, la
excelencia, la sublimidad del hombre ungido por el Espíritu para llevar la
buena noticia a los pobres, para vendar los corazones heridos, para dar la
libertad a los cautivos, para proclamar el año de gracia del Señor (cf Is
61,1-3). En estos nuevos obispos se cumplen las palabras de San Pablo: “Son
apóstoles de las iglesias, son gloria de Cristo” (2 Cor 823).
Es ésta la identidad profunda que
deseo a estos dos nuevos Obispos a quienes con mis hermanos en el Episcopado
aquí presentes impondré las manos, a quienes me alegro de presentar a la
Arquidiócesis de Medellín como ministros de Cristo y dispensadores de los
misterios de Dios, a quienes yo mismo acojo como hermanos y colaboradores
entrañables para trabajar juntos en la viña del Señor, a quienes todos rodeamos
en esta hora solemne con nuestra oración y con nuestro afecto. Que puedan,
queridos hermanos Hugo y Edgar, que reciben ahora con la sucesión apostólica la
enorme misión de ser testigos calificados de la fe, maestros de la verdad que
salva, pastores del Pueblo de Dios, edificadores de la Iglesia, que puedan ser
la gloria de Cristo.
Los invito a asumir con humildad, con valor,
con confianza el peso formidable de la responsabilidad episcopal que ejercerán
en esta Arquidiócesis de Medellín. Deben ser, en su vida toda y en la misión
que los espera, la gloria de Cristo. Esta es la esperanza y la alegría de la
Iglesia que participa en el misterio transformante que realiza el Señor en sus
vidas, que sean la gloria de Cristo. Que sean
la gloria de Cristo viviendo totalmente para los fieles; quien es el
mayor, según el mandato del Señor, debe aparecer como el más pequeño, debe ser
el servidor. Que sean la gloria de Cristo proclamando la Palabra divina a
tiempo y a destiempo, exhortando con toda paciencia, intercediendo para que el
pueblo alcance la salvación (cf 2 Tim 4,2-3).
Que sean la gloria de Cristo
sirviendo a la Iglesia a ejemplo del Buen Pastor que conoce a sus ovejas, las
llama por su nombre y da la vida por ellas (cf Jn 10,11-15). Que sean la gloria
de Cristo amando con amor de padre a los presbíteros y a los pobres, a los
débiles y a los que sufren, primeros destinatarios del Evangelio. Que sean la
gloria de Cristo cuando, como hemos escuchado en la Carta a Timoteo, no se
avergüencen de dar testimonio del Señor y tomen parte en los duros trabajos del
Evangelio (cf 2 Tim 1,8). Que sean la gloria de Cristo aportando con prudencia
y generosidad lo mejor de Ustedes mismos para instaurar la paz y la justicia en
esta región, tan llena de dones y tan probada por la violencia y el
sufrimiento.
A nuestra Señora de la Candelaria, Madre de Cristo y de la Iglesia, que desde el inicio le dio nombre y vida a esta Villa del Valle de Aburrá, encomiendo el ministerio de Mons. Hugo Torres y de Mons. Edgar Aristizábal. Que ella que fue la primera en trasmitir el Espíritu Santo en los umbrales del Nuevo Testamento (cf Lc 1,41) los ayude a ser hombres del Espíritu, capaces de la fidelidad, la generosidad y la audacia que exige hoy el anuncio del Evangelio a los sucesores de los Apóstoles. En su regazo materno pongo las luchas y las esperanzas de todos los que hoy nos hemos congregado para esta Ordenación, a fin de que, como ella, sepamos siempre proclamar la grandeza del Señor y alegrarnos en Dios nuestro Salvador (cf Lc 1,46-47).