UNGIDOS CON ÓLEO DE ALEGRÍA
28 | 04 | 2014
La alegría del
sacerdote es un bien precioso no sólo para él sino también para todo el pueblo
fiel de Dios: ese pueblo fiel del cual es llamado el sacerdote para ser ungido
y al que es enviado para ungir… La alegría sacerdotal tiene su fuente en el
Amor del Padre, y el Señor desea que la alegría de este Amor “esté en nosotros”
y “sea plena” (Jn 15,11)… Creo
que no exageramos si decimos que el sacerdote es una persona muy pequeña… El
sacerdote es el más pobre de los hombres si Jesús no lo enriquece con su
pobreza, el más inútil siervo si Jesús no lo llama amigo, el más necio de los
hombres si Jesús no lo instruye pacientemente como a Pedro, el más indefenso de
los cristianos si el Buen Pastor no lo fortalece en medio del rebaño.
Encuentro tres
rasgos significativos en nuestra alegría sacerdotal: es una alegría que nos
unge (no que nos unta y nos vuelve untuosos, suntuosos y presuntuosos), es una
alegría incorruptible y es una alegría misionera que irradia y atrae a todos, comenzando
al revés: por los más lejanos. “Alegría custodiada” por el rebaño y custodiada
también por tres hermanas que la rodean, la cuidan, la defienden: la hermana
pobreza, la hermana fidelidad y la hermana obediencia.
La alegría
sacerdotal es una alegría que se hermana a la pobreza.El sacerdote es pobre en alegría meramente humana ¡ha
renunciado a tanto! Y como es pobre, él, que da tantas cosas a los demás, la
alegría tiene que pedírsela al Señor y al pueblo fiel de Dios. No se la tiene
que procurar a sí mismo. Sabemos que nuestro pueblo es generosísimo en
agradecer a los sacerdotes los mínimos gestos de bendición y de manera especial
los sacramentos. Muchos, al hablar de crisis de identidad sacerdotal, no caen
en la cuenta de que la identidad supone pertenencia. No hay identidad –y por
tanto alegría de ser– sin pertenencia activa y comprometida al pueblo fiel de
Dios (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 268).
La alegría
sacerdotal es una alegría que se hermana a la fidelidad. No principalmente en el sentido de que seamos todos
“inmaculados” (ojalá con la gracia lo seamos) ya que somos pecadores, pero sí
en el sentido de renovada fidelidad a la única Esposa, a la Iglesia. Aquí es
clave la fecundidad. Los hijos espirituales que el Señor le da a cada
sacerdote, los que bautizó, las familias que bendijo y ayudó a caminar, los
enfermos a los que sostiene, los jóvenes con los que comparte la catequesis y
la formación, los pobres a los que socorre… son esa “Esposa” a la que le alegra
tratar como predilecta y única amada y serle renovadamente fiel.
La alegría
sacerdotal es una alegría que se hermana a la obediencia. Obediencia a la Iglesia en la Jerarquía que nos da, por
decirlo así, no sólo el marco más externo de la obediencia: la parroquia a la
que se me envía, las licencias ministeriales, la tarea particular… sino también
la unión con Dios Padre, del que desciende toda paternidad. Pero también la
obediencia a la Iglesia en el servicio: disponibilidad y prontitud para servir
a todos, siempre y de la mejor manera, a imagen de “Nuestra Señora de la
prontitud” (cf. Lc1,39: meta spoudes), que acude a
servir a su prima y está atenta a la cocina de Caná, donde falta el vino.
El que es llamado sea consciente de que existe
en este mundo una alegría genuina y plena: la de ser sacado del pueblo al que
uno ama para ser enviado a él como dispensador de los dones y consuelos de
Jesús, el único Buen Pastor que, compadecido entrañablemente de todos los
pequeños y excluidos de esta tierra que andan agobiados y oprimidos como ovejas
que no tienen pastor, quiso asociar a muchos a su ministerio para estar y obrar
Él mismo, en la persona de sus sacerdotes, para bien de su pueblo.