ADVIENTO: INVITACIÓN A LA ESPERANZA
10 | 12 | 2018
Cada etapa, en el año
litúrgico de la Iglesia, tiene su índole y su peculiaridad. El Adviento es el
tiempo que nos lleva a pensar en las promesas que Dios nos ha hecho en orden al
proyecto que está realizando en la historia. El Adviento es, entonces, una
ocasión para comprender lo que es y realiza, en la vida de cada uno y de todos
nosotros, la esperanza. La esperanza como virtud que conforta y sostiene al ser
humano en su camino.
Nuestra sociedad está
herida en la esperanza. Se percibe en la tristeza de tantos jóvenes, en la
mediocridad de tantas personas, en el egoísmo que nos encierra a casi todos.
Son signos de que nos falta esperanza la agitación, la amargura, la
superficialidad, la inestabilidad. En la sociedad aparece la ausencia de
esperanza en la falta de claridad frente al futuro, en la incoherencia que
destruye la unidad interior, en la dispersión en múltiples cosas, en la
deshonestidad para favorecer cualquier interés personal.
Tantas caídas, desilusiones,
frustraciones y crisis en la vida familiar, laboral, espiritual o apostólica
tienen su origen en la ausencia de esperanza. La falta de esperanza y de
fortaleza es el resultado de no tener perspectivas con relación al futuro, que
termina por encerrar la persona en sí misma, por hacerle pensar que está
terminada y por impedirle la libertad de ver el mañana desde el amor y el poder
de Dios.
Debemos preguntarnos: ¿Es
posible ofrecer a tantas personas, con dolorosas señales de desesperación,
manifiesta o escondida, un motivo de esperanza? ¿Se puede dar a este mundo
fatigado, desilusionado y hasta enfadado un mensaje vigoroso de esperanza? Estas
preguntas hay que hacerlas porque, dentro de algunos años, sólo sobrevivirán
los que hayan encontrado, como los santos, motivos para tener esperanza.
La esperanza no
equivale a indiferencia ni a resignación ni a vivir de una ilusión. La
esperanza es aprender a ver el proyecto que Dios va realizando en el mundo para
colaborar con él y para animar a otros a tener la alegría de trabajar por un
mundo nuevo. La esperanza es la capacidad de no aniquilarse en la rutina, de no
perderse ante la incertidumbre del porvenir, de no replegarse ante los grandes
proyectos de la historia. Es la fuerza que nos lanza hacia algo más allá de
nosotros mismos, es la sabiduría para situarnos en los planes de Dios.
La esperanza tiene dos
características que el Adviento nos hace presentes. Es dinámica porque anima;
hace ver la meta y, por tanto, impulsa hacia ella sin que preocupe tanto el
cansancio o la distancia. Viendo la meta se corre hacia ella, como el que,
perdido en una selva o en una ciudad, una vez encuentra una señal que lo oriente
se apresura para alcanzar el lugar de llegada. La esperanza sostiene e impulsa para
proseguir hasta el final a pesar de las dificultades que se presenten.
De otra parte, la
esperanza es la purificación que corrige y transforma el ser humano. Haciendo
ver el objetivo que se busca, señala también aquello que falta a cada uno para poderlo alcanzar. La esperanza es como
una levadura en la entraña misma de la persona, es como un acicate interior que
empuja para obtener lo que se espera. Si mi esperanza es vivir la misión que he
recibido, qué debo hacer todavía. Si Cristo es mi esperanza, qué me falta para
alcanzarlo y tener su vida.
Es necesario asumir
estas dos dimensiones de la esperanza. La fuerza que estimula y hace llegar y
la exigencia de cambio que evita caer en la desesperación. Aprendamos a vivir
el tiempo de Adviento con los ojos fijos en Cristo que sustenta nuestra
esperanza. Que desde él demos sentido a todo lo que somos y hacemos y con él
tengamos sabiduría y fortaleza para llegar hasta el final. Sintamos con el
salmista: el Señor es mi luz y mi
salvación ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?
(Sal 26,1).
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Ricardo Tobón Restrepo
Arzobispo de Medellín