LA IGLESIA NO PUEDE TENER MIEDO
24 | 03 | 2014
Dentro
del itinerario pascual que es la Cuaresma, el próximo 29 de marzo, tendremos un
encuentro arquidiocesano para reflexionar sobre la Iglesia. Será una ocasión
para mirarla dentro del plan de Dios. Como en tantas otras épocas, la Iglesia
vive tiempos difíciles: hay una progresiva disminución de fieles, no se logra
tener una estructura que responda a las necesidades de hoy, hay desencanto con
algunas propuestas pastorales, se constata a veces desarticulación en sus
instituciones y dispersión de fuerzas, ciertos comportamientos de algunos
sacerdotes disminuyen en sus comunidades el fervor y el compromiso, la
secularización presiona a los católicos a tener otra forma de ver y de vivir. Sin
embargo, no es un tiempo para dejarnos guiar por la angustia y el pesimismo; si
actuáramos así desconoceríamos el origen y el misterio de la Iglesia, no
veríamos el milagro cotidiano que suponen su vida y su misión.
Es
preciso, entonces, partir de un acto profundo de fe que nos hace sentir cómo el
Espíritu nos anima y nos guía. Aun en los momentos de desolación, Dios nos
habla y actúa. Dios nos moldea, incluso en nuestros momentos más dolorosos y oscuros,
enfrentándonos a nuestros miedos, a nuestras resistencias y a nuestras propias
esclavitudes, para que seamos una comunidad misionera en el mundo. Debemos
reconocer con humildad nuestros pecados, sanar las heridas que nos han dejado,
comprometernos con una vida según el Evangelio.
Debemos
entender que detrás de las miserias, que nos acobardan, está el Espíritu que
nos urge a responder ahora con honestidad y ardor pastoral. La conciencia de
nuestras fallas y del deficiente cumplimiento de nuestra misión debe llevarnos
a un humilde y profundo arrepentimiento que produzca una permanente conversión.
La Iglesia necesita creer en sí misma, necesita una renovación profunda en su
alma y su cultura, necesita desplegar todos sus recursos espirituales,
sacramentales y pastorales. No podemos vivir ni atrincherados en las glorias
del pasado, ni frustrados por las oportunidades perdidas, ni enfrentados en
diferentes tendencias que creen tener la respuesta exclusiva a lo que se debe
hacer, ni agresivos con el mundo secular como si él nos hubiera robado la misión.
Esas
actitudes son las que nos impiden escuchar lo que el Espíritu nos dice, ver las
cosas buenas que tenemos, discernir los profundos anhelos de la humanidad, encontrar
las múltiples posibilidades que hoy se presentan. A San Agustín lo impactaron
siempre las palabras del ángel: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está
vivo?”. Una Iglesia que nació en la resurrección de Cristo no puede estar llena
de miedos y derrotismos. Necesitamos apurar el paso para seguir al Señor
resucitado con una confianza plena, con una inquebrantable esperanza, con una
serena alegría, por los difíciles y apasionantes caminos del mundo y de la
historia. Aunque nos parezca que algunas circunstancias son adversas, la Iglesia
no puede mirar atrás; debe, al contrario, avivar el corazón para sentir que el
Resucitado nos precede y proclamar como lo hacemos en la vigilia pascual: “Suyo
es el tiempo y la eternidad”. Sólo así podremos dar un testimonio creíble ante
el mundo, que pide desesperadamente otros caminos.
Más
allá de las pruebas y de los pecados que nos entristecen tenemos que ver, como
decía Benedicto XVI, que la Iglesia está viva. En efecto, ella puede ofrecer
una visión que dé sentido y cure las alienaciones que han generado varias
ideologías, ella debe orientar la sensibilidad espiritual que pide hoy luces
para ser y servir en el mundo, ella sabe promover la responsabilidad social que
pesa sobre todo ser humano. Así mismo, hay tantas personas en nuestra Iglesia
que la aman y se sienten felices en ella, creen en su servicio para transformar
la sociedad desde un recto comportamiento moral, valoran los esfuerzos que hace
por defender la vida y la dignidad de toda persona humana, vislumbran con gozo
que el Espíritu, entre dolores y consolaciones, comienza siempre en ella el
futuro de la humanidad.