UNA BRÚJULA SEGURA
17 | 07 | 2012
Estamos celebrando el 50º aniversario
del inicio del Concilio Vaticano II. Después de una larga preparación y de
anunciarlo oficialmente en 1961, el Beato Juan XXIII abre la primera sesión
conciliar el 11 de octubre de 1962. Se pensaba en una o dos asambleas, pero
habrá cuatro hasta el 7 de diciembre de 1965, cuando el Siervo de Dios Pablo VI lo clausura. La variedad y la
complejidad de los temas tratados exigieron más tiempo y esfuerzo de los que se
habían calculado. Nunca se había dado en la Iglesia un concilio en el que
quedara tan clara la universalidad, al participar 2540 padres de los cinco
continentes.
Es un concilio que se desarrolla en un
espíritu evangélico y en el que se tratan temas de gran importancia como la
identidad de la Iglesia y su misión en el mundo, la centralidad e interpretación
de la Palabra de Dios, la renovación de la liturgia, la vida y misión de los
distintos miembros de la Iglesia. El Vaticano II abre amplios horizontes, entre
otros campos, a la comunión eclesial, a la evangelización, al ecumenismo, al
apostolado de los laicos, al uso de los medios de comunicación social.
Después de cincuenta años, podemos
entender lo que afirmaba Pablo VI: “El
Concilio es como un manantial que se convierte en un río. La corriente del río
nos sigue aun cuando la fuente del manantial está lejos. Se puede decir que el
Concilio dejó un legado a la Iglesia que lo celebró. El Concilio no nos obliga
tanto a mirar hacia atrás, al acto de su celebración, sino, más bien, nos
obliga a tomar en consideración la herencia que de él hemos recibido, la cual
está presente y permanecerá presente en el futuro”.
En el Gran Jubileo del Año 2000, el
Beato Juan Pablo II, en un gesto muy significativo, entregó a cinco personas,
que representaban los cinco continentes, los documentos del Concilio e invitaba
a recoger su enseñanza y a vivir su espíritu. En el mismo sentido, señalaba en
la Carta Apostólica Novo Millennio
Ineunte: "¡Cuánta riqueza,
queridos hermanos y hermanas, en las orientaciones que nos dio el Concilio
Vaticano II! Por eso, en la preparación del Gran Jubileo, he pedido a la
Iglesia que se interrogase sobre la acogida del Concilio. ¿Se ha hecho?”
Y luego, concluía: “A medida que pasan los años, aquellos textos no pierden su valor ni su
esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y
asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la
Tradición de la Iglesia. Después de concluir el Jubileo siento más que nunca el
deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha
beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula
segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza”.
El Concilio se celebró en un contexto
cultural que ya empezaba a verse marcado por el secularismo y el relativismo,
por tanto su mensaje sobre Dios, sobre el hombre y sobre la Iglesia podemos
pensar que ha preservado a la humanidad de una crisis mayor y que tiene, aun
más que antes, una gran fuerza profética. A partir del Concilio se ha
despertado una mayor conciencia de la evangelización como una tarea
indispensable en la Iglesia; podríamos pensar que ya en el Vaticano II
comienzan a aparecer las expresiones y las metodologías nuevas que actualmente
necesitamos para esta misión.
En efecto, el Concilio nos orienta
para situarnos, con lucidez, apertura y audacia, en la complejidad del mundo de
hoy y lograr que la lámpara del Evangelio, que nos ha sido confiada también a
los cristianos del tercer milenio, mediante un anuncio valiente y un testimonio
creíble, ilumine toda la casa. De hecho, el fin principal por el que se convocó
el Concilio fue hacer accesible al hombre la salvación divina. Nos corresponde
a nosotros ahora recoger y llevar adelante la herencia conciliar para no perder
este don del Espíritu, para seguir la orientación que allí el Señor ha dado a
su Iglesia y para continuar la profunda experiencia de fe que la misma Iglesia
ha tenido.
A lo largo de estos cincuenta años se han dado muchas interpretaciones y discusiones sobre el mensaje del Concilio, que no siempre han sido provechosas. Los invito a todos a conocer a profundidad los documentos conciliares y a comprender lo esencial. El Concilio quiso llevarnos a todos los cristianos a la tarea fundamental e indelegable de anunciar el Evangelio al mundo de hoy; es una misión que se deriva de la responsabilidad propia de la fe y del compromiso de seguir a Cristo. En este propósito es preciso conocer y mantener la genuina intención de los padres conciliares, superando interpretaciones arbitrarias o parciales que han retardado la escucha y la aplicación de lo que el Espíritu ha dicho a la Iglesia.
Como afirmaba Juan Pablo II, “leer el Concilio suponiendo que conlleva una ruptura con el pasado, mientras que en realidad se sitúa en la línea de la fe de siempre, es una clara tergiversación. Lo que han creído "todos, siempre y en todo lugar", es la auténtica novedad que permite que cada época se sienta iluminada por la palabra de la revelación de Dios en Jesucristo”. Pablo VI, por su parte, señalaba que el Concilio fue un acto de amor: "Un grande y triple acto de amor hacia Dios, hacia la Iglesia, hacia la humanidad". La fuerza de ese acto de fe y de amor que vieron estos dos grandes protagonistas del Concilio no se ha agotado todavía; es un espíritu que sigue moviendo a la Iglesia, es un mensaje que se sigue desarrollando, es un camino que aun debemos recorrer.
Celebrar
estos cincuenta años del Concilio, que sigue siendo una “brújula segura”,
implica acoger la profecía que ha sido para esta nueva época que estamos
viviendo, recoger los frutos abundantes que ha dado a la vida de la Iglesia y
del mundo y, sobre todo, asumir con renovado entusiasmo el compromiso de
mostrar que el hombre contemporáneo, si quiere comprenderse a fondo a sí mismo,
necesita a Jesucristo y a su Iglesia. A Jesucristo que es el único Salvador del
mundo ayer, hoy y siempre; a la Iglesia que da testimonio de la vida nueva que
El nos trajo, en los apasionantes caminos de la historia.