LA LITURGIA FUENTE Y CUMBRE DE LA VIDA ECLESIAL
01 | 09 | 2014
La Liturgia: Realización
del misterio de la salvación
Desde
siempre, Dios tiene un proyecto de salvación que va realizando en la historia y
que alcanza su momento culminante en la venida y actuación de Cristo (cf Ef
3,4.9). Por esto, la Sacrosanctum
Concilium afirma: “Esta obra de redención humana y de la perfecta
glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios obró en el pueblo
de la Antigua Alianza, Cristo la realizó principalmente por el misterio pascual
de su bienaventurada Pasión, Resurrección de entre los muertos y gloriosa
Ascensión. Por este misterio, con su Muerte destruyó nuestra muerte y con su
Resurrección restauró nuestra vida. Pues del costado de Cristo dormido en la
cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera” (SC,5).
La liturgia, que etimológicamente significa “obra del pueblo”,
permite que el pueblo de Dios celebrando el misterio de Cristo participe en la
obra de Dios y en él. Cristo continúa la obra de la salvación. Así llegamos a
la esencia de la Liturgia, como la presenta la constitución conciliar: “Con razón, pues, se considera la Liturgia
como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles
significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así
el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el
culto público íntegro. En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser
obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada
por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la
iguala ninguna otra acción de la Iglesia” (SC,7).
Estas
palabras nos muestran claramente que la Liturgia Cristiana no es principalmente
un esfuerzo humano, sino la salvación realizada por Dios en Cristo mediante el
Espíritu Santo, que sigue actuando hoy. En la Liturgia, la iniciativa parte de
Dios y el actor principal es Cristo. En ella la historia de la salvación
continúa en línea directa y, por esto, es ante todo un acontecimiento de gracia
cuyo fin es la santificación de cada persona y de toda la comunidad humana. Como
palabra y sacramento, la Liturgia está marcada por una línea estructural
descendente.
Pero
esto no significa que el hombre se pueda comportar en la Liturgia de un modo
pasivo. A él se le pide la disposición de escuchar y creer; de acoger y
obedecer; de celebrar y vivir. La palabra de Dios lo mueve a la respuesta, el
amor de Dios lo llama a corresponder al amor, la acción misericordiosa de Dios
lo invita a la alabanza agradecida. Pero la respuesta no es individual, de un
hombre, sino de un miembro de la comunidad, que San Pablo llama el Cuerpo Místico,
cuya cabeza es Cristo mismo. Podemos decir, por consiguiente, que a la acción
salvífica de Dios en la Liturgia responde la Iglesia entera, a la que se asocia
también Cristo. Por eso, se tiene en la Liturgia una línea ascendente y un
segundo actor que es la Iglesia. De esta manera, la Liturgia es una actuación
conjunta de Cristo y de la Iglesia para la santificación del hombre y la
glorificación del Padre; es en verdad un diálogo salvífico o, como dicen los
Padres de la Iglesia, un santo intercambio.
Aun
teniendo el primado en la vida de la Iglesia, la Liturgia supone una prioridad:
el anuncio del Evangelio que lleva a la conversión, que invita a la fe y que
viene ratificado por el sello sacramental. Esta dinámica del proceso está ya
descrita por San Pablo cuando pregunta: “¿Cómo
podrán invocarlo sin antes haber creído en él?” (Rm 10,14). La vida
litúrgica está puesta en el culmen, pero éste está precedido de la fe, porque
sin la ella no es posible la oración. La fe, a su vez, está precedida de la
predicación, según el axioma: “la fe
depende del anuncio” (Rm 10,17). Por tanto, se puede concluir que la Lturgia
no agota, sino que supone toda la actividad de la Iglesia y así evita
aproximarse al ritualismo y a la magia (cf SC,9).
La Liturgia
fuente y culmen de la vida eclesial
La
liturgia, como acción de Cristo y del pueblo de Dios, es el centro de la vida
cristiana. Ella “constituye el culmen
hacia el cual tiende la acción de la Iglesia y a la vez la fuente de donde mana
su fuerza vital” (SC, 10; CCEC 219). Si en la fase del anuncio la Liturgia
se pone como “culmen”, en la fase de la actuación de la misma Liturgia se pone
como “fuente”; de ella, en efecto, brota la gracia y se obtiene con la máxima
eficacia la santificación del pueblo de Dios. Así, la Liturgia mueve a los
fieles a traducir en la vida lo que han recibido por la Palabra. Si la
evangelización culmina en la Liturgia, de la ésta nace y saca su fuerza la
misión (cf SC,10; PO,5).
En
la Liturgia como “fuente” tiene su origen la koinonía o comunión entre los miembros del único Cuerpo de Cristo
(cf 1 Cor 12,12s), la mistagogia o
introducción a los sanos misterios partiendo de los signos de la misma
liturgia, la diakonia o servicio a
los hermanos (cf He 2,42s), la apología o
defensa de la fe (cf 1 Pe 3,15), la misión
o anuncio de la Buena Noticia con la palabra y las obras, la martiria o testimonio hasta dar la vida
(cf He 1,8; 22,15). La Liturgia, digamos de nuevo, está en el corazón de la
Iglesia.
En
ella, la Iglesia vive y expresa su verdadera identidad como comunidad bautismal, escogida no según la carne,
sino por vocación; como comunidad nupcial
que espera en la fidelidad a su esposo que retorna (1 Cor 11,26; Mt
25,1-13); como comunidad católica
que supera las barreras de la raza, la lengua, la cultura, el espacio y el
tiempo; como comunidad diaconal
articulada en la diversidad de ministerios para el servicio de Dios y de los
hombres, y como comunidad misionera
que sabe salir al mundo para santificarlo y llevarlo a la Eucaristía. De la Liturgia mana la gracia como de su fuente y se obtiene
con la máxima eficacia la santificación de los hombres y la glorificación de
Dios, fines a los cuales tienden las demás obras de la Iglesia (SC, 10).
Por eso, como fuente y cumbre de la vida eclesial, la Liturgia
tiene una relación profunda y particular con la evangelización y con el
servicio de la caridad. Toda Liturgia, si es auténtica, imprime un impulso
irresistible a la misión; apremia a compartir con los demás el amor salvador
que se ha experimentado en la celebración de los santos misterios. La vocación
misionera de Pablo y Bernabé la presenta el libro de los Hechos en un contexto
litúrgico: “Mientras estaban celebrando
el culto del Señor y ayunando, el Espíritu Santo dijo: ‘Reserven para mí a
Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado’” (He 13,2-3). Pablo
se considera un liturgo que, ejercitando el oficio sagrado del Evangelio de
Dios, hace posible la ofrenda de los paganos como una oblación agradable y
santificada por el Espíritu Santo (Rm 15,16). Para él, la misión es una
verdadera celebración que completa el sacrificio de Cristo y da gloria a Dios
(cf Col 1,24-25).
Así mismo, la Liturgia es también fuente y culmen de toda obra de
caridad. Varios textos del Nuevo Testamento no reducen la Liturgia a la
celebración del culto divino sino que la extienden a la actuación de la caridad
(cf Rm 15,27; 2 Cor 9,12; Fil 2,25). En la liturgia, la Iglesia es “sierva” a
imagen de su Señor el único liturgo (cf Heb 8,2-6). Toda acción litúrgica se
vuelve, por tanto, celebración de la caridad. Dar la vida (Jn 15,13), como acto
de amor a imitación del Padre (Jn 3,16), es el signo que distingue a los
verdaderos adoradores que deben glorificar a Dios no en templos construidos por
manos humanas, sino en espíritu y verdad (Jn 4,23; Rm 12,1-2). La Liturgia se
verifica en la caridad y la caridad se encuentra en la liturgia que celebra el
Amor que Dios es. Por eso, la comunidad ideal descrita en los Hechos de los
Apóstoles vive de la sinergia didascalía-eucaristía-diakonia-koinonia (He
2,42-48). Pablo dice que no es capaz de reconocer el cuerpo eucarístico de
Cristo quien no lo sabe reconocer en su cuerpo eclesial (1 Cor 11,17-34). Por
tanto, toda celebración litúrgica es fuente de caridad, como insisten casi
todas las oraciones de la postcomunión.
Rasgos
de una liturgia fuente y culmen de la vida eclesial
Para experimentar que la liturgia es, en verdad, fuente y culmen
de la vida eclesial, debe tener una fisonomía especial que, entre otras, se
expresa en las siguientes características:
a) Una
celebración viva. Es preciso subrayar con fuerza que la liturgia no es un
concepto, sino una realidad viva: Dios nos salva. Nuestro Dios es un Dios que
salva, que actúa en la historia, que está cercano a cada uno de nosotros y que
la obra que ha realizado en Cristo la continúa en la Iglesia por la liturgia.
La liturgia salva porque literalmente nos injerta en el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo; nos participa la vida Trinitaria.
b) Una
celebración ritual. La celebración litúrgica es un conjunto de gestos, palabras
y objetos que tienen la función de evocar y actualizar el acontecimiento
salvífico que congrega a la asamblea. La palabra que se anuncia se realiza sacramentalmente.
Gracias a la celebración litúrgica, la comunidad no sólo participa en un evento
de salvación sino que recibe un programa de vida, que debe poner por obra con
un serio compromiso. Por esto la celebración litúrgica no tiene fin, sino que continúa
en la vida ordinaria de todos los días.
c) Una
celebración con signos sensibles. En la Liturgia no entran solo las palabras,
las acciones o las cosas, sino que toda la persona es sujeto y objeto del culto
que agrada a Dios. Mediante signos sensibles se involucra toda la persona que a
través de los sentidos oye, ve, palpa, canta, admira la belleza y vive el
misterio. Todos los participantes deben comprender el significado de los
símbolos que enriquecen la liturgia, cuidadosamente estudiados durante siglos,
que contienen un mensaje siempre válido y que entrañan la salvación.
d) Una
celebración consciente. Todo el pueblo cristiano, en cuanto consagrado por el
Bautismo y la Confirmación, participa del sacerdocio de Cristo para su propia
salvación y la de todo el mundo. En la vida y en el culto litúrgico se ejercita
el sacerdocio de Cristo, al cual están asociados los cristianos como un deber y
un derecho, para que todo sea una ofrenda agradable a Dios. Para llegar a la
participación activa y consciente, que exige la misma naturaleza de la
liturgia, es indispensable una adecuada catequesis y una celebración bien
preparada, inteligible y digna.
e) Una
celebración participada. Debe ser una participación plena, es decir, de todos y
en todos los momentos litúrgicos; una participación activa, no hay acciones
litúrgicas individuales y privadas, por tanto toda la asamblea según sus
funciones y posibilidades debe involucrarse y actuar; una participación
comunitaria, la liturgia es obra de toda la Iglesia y por esto el sujeto de la
liturgia es todo el pueblo; una participación fructuosa, que se vuelva vida
abundante en los fieles y salvación para todo el mundo.
f) Una
celebración bella y atractiva. Las formas, los colores, las vestiduras, los
cantos, las luces, los silencios constituyen una riqueza formidable de nuestra
liturgia. En una auténtica liturgia, se puede hablar de la belleza de la
asamblea, del espacio litúrgico, de la forma celebrativa, de la música, de
Cristo glorioso y presente. En la liturgia la belleza debe verse y sentirse;
debe ser una revelación de lo infinito y lo inefable; debe comunicar e impulsar
hacia lo eterno.
Algunos
aspectos para profundizar y mejorar
Este Congreso debe llevarnos de las enseñanzas a la vida. Me
parece importante, por consiguiente, sugerir algunos campos concretos en los
que debemos reflexionar y encontrar caminos para mejorar la celebración de la
liturgia. Especialmente, podríamos tener en cuenta los siguientes:
a)
Cómo
lograr que la liturgia refleje ante todo el primado de Dios. Cuando en la
liturgia Dios no es determinante todo lo demás pierde su significado y su
valor. Por eso, debe dar amplio espacio al silencio que permita escuchar, contemplar
y adorar a Dios, que facilite experimentar el paso salvador de Dios y la acción
benéfica de su amor.
b)
Cómo
mejorar la expresión comunitaria de la liturgia. La liturgia no es obra de un
celebrante aislado, no es manejable según el antojo de un grupo; no le
pertenece a ninguno en particular. La liturgia es como el depósito de la fe que
lo hemos recibido, lo debemos vivir y cuidar en comunión y lo debemos entregar
a las generaciones que vienen. Nada más odioso y abusivo que el clericalismo
litúrgico o el dominio absoluto de la liturgia por parte de un pequeño grupo.
c)
Cómo fomentar la espiritualidad litúrgica. Es un desafío
permanente que tanto los ministros ordenados como los files laicos nos dejemos
guiar por el Espíritu para vivir digna y fructuosamente el misterio de Cristo
en la liturgia. Urge logar una renovación profunda de presbíteros, diáconos,
religiosos y laicos para que la liturgia sea en verdad fuente y culmen de la
vida eclesial.
d)
Cómo vivir mejor el Día del Señor y el Año Litúrgico. La espiritualidad
y la pastoral litúrgicas no deben ahorrar esfuerzos para ayudar a descubrir y
vivir la importancia y capitalidad de la “fiesta
primordial de los cristianos”, la Pascua, haciendo realmente del domingo el
día de la resurrección, el día del encuentro de la Iglesia, el día de la
alegría y el descanso. Así mismo, urge fomentar la catequesis sobre el valor,
el sentido y el modo de celebrar el Año Litúrgico, el cual, a través de los
diversos tiempos y con admirable pedagogía, nos permite entrar en el misterio
de Cristo.
e)
Cómo llegar a tener verdadera música litúrgica. La música
litúrgica debe distinguirse de las demás formas de música por su
espiritualidad, su bondad y su universalidad; debe favorecer la oración, la
participación de la asamblea y el clima festivo de la celebración. La
constitución conciliar y otros documentos posteriores han dado instrucciones
sobre la materia, pero en realidad poco se ha cumplido. Si bien se valora la
buena voluntad que entrañan ciertas iniciativas en cuanto al canto litúrgico,
es preciso constatar que estamos lejos de la calidad y la unción que se
necesitan en este campo.
f)
Cómo llegar a
la vinculación Liturgia y compromiso social. Muchas personas viven la liturgia
casi como una evasión; buscan un encuentro sensible con la trascendencia y lo
sobrenatural, sin ninguna referencia a la humanidad y a la realidad del mundo.
Ante esta religiosidad vaga y a veces desencarnada, es preciso aprender que la
vida litúrgica remite inmediatamente a la persona y a la enseñanza de Jesús,
que es siempre una llamada a la conversión, a la fraternidad y a la solidaridad
con los más necesitados. Una genuina celebración de los misterios
de Cristo conecta la fe y la vida.
(Apartes de la intervención en el II Congreso de
Liturgia y Pastoral, Medellín, 16 de julio de 2014)