MARÍA, MODELO DE VIDA CRISTIANA
02 | 02 | 2015
El 2 de febrero, en la Arquidiócesis de Medellín,
tiene un doble valor. Ante todo, es la fiesta de la Presentación del Señor, que
significa la llegada del Salvador anhelado y su encuentro con la Iglesia. Por
eso, la liturgia nos introduce en la celebración con esta invitación: "Unidos por el Espíritu, vayamos ahora
a la casa de Dios a dar la bienvenida a Cristo, el Señor”. En este
acontecimiento salvífico tienen un papel importante María y José. Ellos, no
como un simple rito, presentan al Hijo; es decir, lo ofrecen para la obra de la
redención con la que estaba comprometido desde el principio.
De otra parte, la tradición ha llamado a María,
virgen oferente, con el nombre de Nuestra Señora de la Candelaria. Bajo esta
advocación ha nacido Medellín y bajo este patrocinio ha recorrido su historia;
ha sido la Villa de la Candelaria. En la comunidad arquidiocesana debemos,
entonces, aprovechar esta ocasión para sentir la cercanía de la Santísima
Virgen, para comprender su puesto en el plan de la salvación, para pedir su
protección y para aprender de ella lecciones esenciales en la vida cristiana.
Así superamos sentimentalismos y devocionismos marianos, que no siempre son
convenientes y provechosos.
Como enseña el Concilio Vaticano II en la
Constitución Lumen Gentium, María
está presente en los momentos esenciales del misterio cristiano. En la
Anunciación nos revela el camino de su fe. Sus ojos no estaban puestos en ella
misma, sino en Dios y su proyecto y, con su forma de ser y de afrontar la
realidad, nos enseña a hacer nuestra vida más verdadera. Encanta la armonía
entre la existencia humilde de María y su audacia interior. Su vida se
estructura en dos ejes esenciales: su vocación que la lleva a aceptar el
designio divino sobre ella y su misión de ser madre de Cristo y de la Iglesia.
Cuando el ángel la llama “llena de gracia”, le da un nombre que encierra, como una semilla,
toda su vida. La gracia es el primer motivo de nuestra alegría y el inicio de
la gloria. La gracia nos permite ver y gustar la actuación de Dios; de alguna
manera, hace presente ya la vida eterna. Como en María, también en cada uno de
nosotros, al comienzo de todo está la gracia, la elección libre y gratuita de
Dios, su providencia inmerecida, su plan de darse a nosotros en Cristo, por
puro amor. Por tanto, también como María, debemos responderle a Dios con esa
entrega de todo nuestro ser que se llama santidad.
Cuando el Evangelio nos indica que María estaba
junto a su Hijo que moría en la cruz y que él la entregó allí como madre de sus
discípulos y, luego, cuando los Hechos de los Apóstoles nos dicen que “los apóstoles perseveraban en la oración,
con un mismo espíritu en compañía de María, la Madre de Jesús”, nos están
mostrando que lo que ocurrió entonces debe darse cada día en nuestra vida:
estar de pie, como María, allí donde Dios realiza la salvación de la humanidad.
Esto sólo se logra si, también como ella, sabemos estar bajo la sombra del
Espíritu Santo, que guía nuestra vida y la misión de la Iglesia.