EL "GIGANTE ADORMECIDO"
17 | 11 | 2015
El próximo 18 de noviembre se
conmemoran cincuenta años del decreto Apostolicam Actuositatem del Concilio
Vaticano II. En el conjunto de los 16 documentos del Concilio, este decreto
significó una gran novedad. El tema de los laicos, en efecto, ya se había tratado
en las constituciones Lumen Gentium y Gaudium et Spes, pero se vio la necesidad
de subrayar, de un modo específico, la tarea apostólica que les corresponde.
Como ha dicho el Papa Francisco, en el mensaje con motivo de este aniversario,
el anuncio del Evangelio no está reservado a unos pocos “profesionales de la
misión”, sino que “debe ser el anhelo profundo de todos los fieles laicos”.
El Concilio, afirma el Papa, “no
considera a los laicos como si fueran miembros de segundo orden, sino como
discípulos de Cristo, que, en virtud de su bautismo y de su inclusión natural
en el mundo, están llamados a animar cualquier entorno, cualquier actividad y
relación humana con el espíritu del Evangelio”, llevando “la luz, la esperanza,
la caridad recibida de Cristo”. Piensa, además, que este documento es un acontecimiento de gracia, que presenta
“una nueva forma de considerar la vocación y la misión de los laicos en la
Iglesia y en el mundo”, donde “participan, a su manera, de la función
sacerdotal, profética y real del mismo Cristo”.
Los laicos son la inmensa mayoría
de los fieles en la Iglesia. Nada menos que el 95% del Pueblo de Dios, el 17%
de la población mundial; lo que equivale a más de mil cien millones de personas
bautizadas que viven en diversos grados de pertenencia y adhesión, de
corresponsabilidad y participación en la vida de la Iglesia. Refiriéndose a
esta realidad, un padre en el Sínodo sobre los laicos hablaba del “gigante
adormecido”. Nos falta mucho para que esta multitud de laicos vivan la alegría
y la responsabilidad del bautismo y asuman su misión evangelizadora en la
sociedad contemporánea caracterizada por grandes y rápidas transformaciones.
Después de cincuenta años de la
conclusión del Concilio, debemos seguir reflexionando sobre la vocación propia
de los laicos y debemos continuar buscando que realicen eficazmente su misión.
Ellos son la Iglesia en el corazón del mundo. Los fieles laicos, como
discípulos y misioneros de Cristo, están llamados a encontrar a Dios en el
mundo, en la vida ordinaria de sus familias, en el trabajo cotidiano, en los
fenómenos de la vida social y cultural a los que se encuentran integrados. Es
allí donde deben, como testigos, hacer presente a Cristo. Los laicos no pueden demorar más el tener
conciencia de la llamada que han recibido a la santidad y al apostolado en el
mundo.
El Concilio Vaticano II señaló
una percepción teológica de lo que es el laico y a lo que está llamado: un
seguidor de Cristo que desde su realidad humana, llena de responsabilidades y
retos seculares, vive su fe e invita a otros a vivirla. En esta perspectiva,
algunos desafíos concretos para la misión de los laicos son: testimoniar el
Evangelio del matrimonio y de la familia en la vida de cada día; afrontar el
tema fundamental de la educación en esta hora en la que hay crisis de verdad y
de vida; comprometerse con las situaciones de inequidad, de violencia y de
pobreza que viven amplios sectores de la población; aportar en la promoción del
bien común en el ámbito de la política y de la transformación social.
Para que los laicos puedan vivir
su vocación y su misión es preciso que logren una adecuada y completa
formación; nadie puede vivir y dar lo que no tiene. Los laicos deben llegar a
un conocimiento profundo de Cristo, a una relación personal con él, a una vida
nueva desde él, a una pasión por sembrar su Evangelio en el mundo. Es una
formación que debe estar informada por una sólida y equilibrada espiritualidad
a partir de la Palabra de Dios y de la Liturgia. Es una formación que debe
hacerlos capaces de interactuar con los hombres de nuestro tiempo siendo luz y
sal en el mundo. Cuánto lograríamos si el “gigante” despertara.