A LA LUZ DE LA PALABRA DE DIOS
24 | 09 | 2012
Ya va haciendo camino la práctica de dedicar el mes de
septiembre a volvernos más conscientes del puesto fundamental que ocupa la
Palabra de Dios en nuestra vida y en la tarea apostólica de la Iglesia. Toda
palabra entraña un contenido y una cierta capacidad de producir algo.
Tratándose de la Palabra de Dios, es preciso saber que no es un simple sonido
que transmite el pensamiento divino, sino una luz y una fuerza que puede
transformar profundamente las personas y el proceso de la historia.
Cuando Dios habla hace lo que anuncia, produce lo que dice,
pone en marcha algo nuevo. Dios dice y crea (cf Gn 1,1-31). La misma Escritura
muestra la fuerza, la eficacia y el poder de la Palabra de Dios, cuando es
acogida por cada persona, comparándola con la lluvia que fecunda (Is 55,10),
con un fuego ardiente que no se apaga (Jer 20,9), con el martillo que golpea la
peña (Jer 23,29), con el pan que hace vivir (Mt 4,4), con la semilla capaz de
producir mucho fruto (Mt 13,1s).
La Palabra acompaña
la vida del hombre como una lámpara que guía sus pies, como una luz que le
ilumina el sendero (Sal 119,105). Desde el plan de Dios muestra el significado
de los acontecimientos, revela el sentido profundo de la vida y de la realidad,
señala lo que Dios quiere para cada uno (cf Sant 1,19-27). Por esto también es
norma de conducta; es ley que libera, educa, guía y hace sabio (cf Ex 3,10;
24,12-18; Mt 5,17-19). La Palabra, que es luz y vida, llega a hacerse carne y a
poner su morada entre nosotros (Jn 1,1-14).
Esta autoridad de la Palabra de Dios genera unas líneas
fundamentales para lograr que ella ilumine y oriente nuestra vida y toda la
acción pastoral de la Iglesia. En primer lugar, es necesario que los sacerdotes
y los agentes de pastoral conozcamos la Palabra y, sobre todo, confrontemos la
vida con ella; de lo contrario, no podemos hablar con verdad y eficacia, pues
la fuerza del anuncio viene solamente de ser un portavoz humilde y sincero de
lo que Dios dice, quiere y hace en medio de nosotros.
Para ser discípulos misioneros, es decir, personas que
escuchan y anuncian la Palabra de Dios, debemos fomentar una familiaridad con
ella que nos permita acogerla con humildad, entrar en ella con alegría,
interpretarla con fidelidad, permanecer en ella como en la propia casa y darla
a otros con la convicción de que contiene el poder de Dios que transforma la
vida. Así se llega a la auténtica espiritualidad y a la sabiduría pastoral, que
nos permiten discernir y actuar con los criterios nacidos de Dios.
Pienso que este mes es la ocasión para estudiar de nuevo la
Exhortación Apostólica “Verbum Domini”
y aplicar sus orientaciones. En ella, el Papa Benedicto XVI subraya, de un modo
particular, que “la Palabra de Dios no se
contrapone al hombre, no mortifica sus deseos auténticos, sino que los ilumina,
purificándolos, llevándolos a cumplimiento”. Para el Papa “es decisivo desde el punto de vista
pastoral, presentar la Palabra de Dios para dialogar con los problemas que el
hombre debe afrontar en la vida cotidiana”.
En
este contexto es necesario ayudar a los fieles a distinguir bien la Palabra de
Dios de las revelaciones privadas, cuyo papel “no es el de ‘completar’ la Revelación, sino de ayudar a vivirla”. De
otra parte, hay que cuidar muy bien la proclamación y la explicación de la
Palabra de Dios en la liturgia, ayudando a interiorizarla con cantos apropiados
y con los momentos de silencio. Igualmente, debemos formar los catequistas de
tal manera que puedan realizar su ministerio guiados por la Palabra de Dios. Por
último, debemos incrementar la pastoral bíblica como respuesta al fenómeno de
la proliferación de las sectas que difunden una lectura distorsionada de la
Sagrada Escritura.