CENTÉSIMA ASAMBLEA DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE COLOMBIA - CEC
22 | 02 | 2016
Acabamos de celebrar la centésima Asamblea de la Conferencia
Episcopal de Colombia; es evidente que se ha recorrido un camino largo y
fecundo de comunión eclesial. Adelantándose a la visión que luego desarrollaría
el Concilio Vaticano II, Mons. Bernardo Herrera Restrepo, Arzobispo de Bogotá y
quien había sido también Arzobispo de Medellín, convocó, del 14 de septiembre
al 15 de octubre de 1908, la primera reunión de los Obispos de nuestro país. Ya
entonces se veía que no se puede ser Iglesia sin vivir la comunión y que no se
puede realizar la misión sin integrar las fuerzas apostólicas.
El Episcopado Colombiano, viviendo su profunda unidad
sacramental y su corresponsabilidad pastoral, buscando tener un solo Espíritu y
manifestar el único Cuerpo indiviso de Cristo, ha asumido siempre la difícil y
apasionante tarea que el Señor le confió de guiar la Iglesia en nuestra patria.
Los frutos han sido múltiples en orden a la acertada conducción de las Iglesias
particulares y al discernimiento de diversos temas y problemas del acontecer
nacional. Ha resultado oportuno, por tanto, reflexionar, en esta ocasión, el
tema de la comunión y misión de los ministros ordenados.
El Concilio Vaticano II desarrolló la unión profunda que hay
entre obispos, presbíteros y diáconos. Los primeros tienen la plenitud del
sacerdocio; constituidos como sumos sacerdotes transmiten la semilla apostólica
y son responsables de la misión en toda la Iglesia. Los presbíteros participan
del sacerdocio del obispo; están llamados a ser diligentes cooperadores del
obispo para realizar con él la conducción de la Iglesia particular. Los
diáconos sirven al pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad, en comunión con
el obispo y el presbiterio (cf LG 26-28; PO 9).
Sin embargo, obispos, presbíteros y diáconos son, juntamente
con todos los fieles cristianos, discípulos del Señor. Su condición no es sólo
una “dignidad” sino un verdadero “servicio” dentro de la “variedad de
ministerios”. Es necesario considerar, por tanto, que “el sacerdocio común de
los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes
esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues
ambos participan, a su manera, del único sacerdocio de Cristo” (LG 10). El
sacerdocio ministerial, entonces, se vive con los fieles y se entrega a los
fieles.
El fundamento de esta dimensión comunitaria no es de orden
simplemente jurídico sino sacramental. Frente al fenómeno actual de la
secularización, es necesario tener esto presente para vivir plenamente el
misterio de la Iglesia y para promover procesos serios y orgánicos de
evangelización que lleven al seguimiento radical de la persona de Jesús en una
verdadera experiencia de comunidad cristiana. Esto no se logra sin una clara
identidad y una permanente dedicación de los ministros ordenados, que sepan
integrar su vida y su trabajo a la cooperación propia y generosa de los laicos.
Esta doctrina conciliar, que debemos tener presente y poner por obra, exige pues una mejor formación y una mayor participación de todos los fieles cristianos; pero requiere, sobre todo, una vida auténtica y un servicio eficaz de los ministros ordenados. Estos, en efecto, por su vocación, que abarca todo el ser como donación a Dios y a la comunidad, deben descollar por su eximia humanidad y por su clara madurez sicológica. Igualmente, deben llegar, en este cambio de época, a la capacidad de interpretar los signos de los tiempos para promover una evangelización adecuada a este momento. Finalmente, deben aprender a entregarse, como pide el Papa Francisco, en un servicio humilde, misericordioso y alegre, dentro de una profunda comunión eclesial.