EL DOMINGO
09 | 07 | 2012
Debemos hacernos cada
vez más conscientes de un acontecimiento que reviste gran importancia: el Señor
congrega a sus discípulos, cada domingo en las parroquias, para que “hagan su
memoria”. La Eucaristía celebrada y vivida el domingo es fuente de comunión con
Dios y con los hermanos, es experiencia profunda de la vida eclesial, es
estímulo para desempeñar la propia misión en el mundo y es aliciente para
caminar en la esperanza. Un cristiano y una parroquia no pueden vivir sin el
encuentro que tienen con Cristo Resucitado en la Misa de cada domingo.
Hoy, cuando diversas
visiones de la vida, las nuevas costumbres sociales y la organización laboral
amenazan la celebración cristiana del domingo, debemos cuidar el valor y la
espiritualidad del domingo. En su reciente visita apostólica a Milán,
recordando que la familia se ve amenazada por una especie de “acoso” de los
compromisos de trabajo, el Papa Benedicto XVI señalaba: “el domingo es el día
del Señor y del hombre, un día en que todo el mundo debería estar libre, libre
para la familia y libre para Dios. ¡Defendiendo el domingo, defendemos la
libertad del hombre!”.
De esto se derivan tres
tareas concretas para nuestras parroquias. En primer lugar, subrayar como nunca
el valor antropológico, la dimensión social, el sentido festivo y, ante todo,
el significado religioso del domingo. Deberíamos ser capaces de ofrecer
experiencias de comunidad y de fiesta que liberaran a la gente de la doble
esclavitud de la absolutización del trabajo y de la reducción del descanso a
mera diversión. Es necesario que aprendamos a vivir el sentido auténtico de la
fiesta que abre a la trascendencia. Particularmente las familias deberían
aprender a vivir el día festivo como ocasión para expresarse su amor, para
consolidar la unidad y para situarse ante Dios y ante los demás.
Una segunda tarea es
cuidar cada vez más la calidad de las celebraciones eucarísticas dominicales.
Darle todo el sentido a los signos y a los ritos sin variaciones e
intromisiones indebidas, subrayar el vínculo fundamental entre liturgia y vida,
comentar la Palabra de Dios procurando que sea verdadero alimento para los
fieles dentro de las condiciones que viven, darle espacio al silencio que
favorezca la interiorización y la plegaria, procurar que el canto en el que
debe participar toda la asamblea una la calidad artística y la propiedad
litúrgica, hacer que el lugar de la celebración sea acogedor y lleve a la
relación con Dios. Debemos llegar a tener una liturgia a la vez simple, bella e
inteligible que abra al “misterio” y en la que participe toda la comunidad.
Por último, tenemos la
tarea de lograr que el día del Señor sea fuente de comunión, de testimonio, de
misión. La escucha de la Palabra de Dios y la celebración comunitaria de la
Pascua del Señor deben hacernos capaces de vivir la fraternidad, de anunciar a
otros el Evangelio, de ayudar a los pobres, de servir a los demás con
generosidad y de intervenir en la transformación de la sociedad. La celebración
cristiana del domingo, cuyo centro es la Eucaristía, tiene que tener
repercusiones concretas y efectivas en la vida de una comunidad humana. Si la
espiritualidad que promueve el domingo no influye en un cambio de las personas,
de las familias y de la sociedad, algo no está funcionando en nuestra Iglesia.
Conviene enfatizar que
no es lo mismo el sábado que el domingo; los cristianos, desde el comienzo
continuando los encuentros con el Resucitado, hemos celebrado el primer día de
la semana. Tampoco es lo mismo la Eucaristía vivida en un pequeño grupo o en el
ámbito eclesial de la comunidad parroquial. Tenemos que llegar a que el
domingo, que pone en el mundo la dinámica de la resurrección del Señor, sea el
día del que parte la vida en toda sus expresiones; sea la ocasión para aprender
a tener tiempo “libre”, no para la sociedad de consumo y para la esclavitud de
las pasiones; sea el espacio de la oración, de la interioridad, del encuentro
gozoso con los demás, del regocijo ante lo bello y lo trascendente.