MISAS EN LAS CASAS
19 | 06 | 2012
Desde sus inicios, la
Iglesia, como aparece en los textos del Nuevo Testamento, ha cumplido el
mandato que le dio el Señor de hacer su memoria con el sacramento admirable de
la Eucaristía (cf 1 Cor.11,24-25; Lc.22,19). Más aún, el mismo Señor resucitado
inició esta práctica cuando se hizo reconocer “al partir el pan” por los
desilusionados discípulos de Emaús en la tarde de Pascua (cf Lc 24,27). Por
tanto, uno de los primeros actos que distinguieron a los cristianos como nueva
comunidad fue “la fracción del pan” (cf He 2,42). Y desde entonces, cada vez
que comemos este pan y bebemos esta copa, anunciamos la muerte del Señor, hasta
que él venga (cf 1 Cor 11,26).
Ante la Eucaristía,
como decía el Beato Juan Pablo II, no cabe más que el asombro, la gratitud y la
apertura a la sublimidad del misterio. Es la manera de evitar la tentación de
reducirlo a alguna de sus dimensiones, de volverlo una repetición ritual o de
someterlo al irrespeto y la ambigüedad (cf EdE,10). De una parte, es preciso
tomar conciencia de la purificación y preparación que exige la Eucaristía, pues
San Pablo afirma: “Examínese cada uno a sí mismo, y después coma del pan y beba
de la copa; ya que el que come y bebe sin distinguir ese Cuerpo, come y bebe su
propia condenación” (1 Cor 11,28-29). Llega incluso a decir que esta falta de
purificación ha sido la causa de castigos con los que Dios corrige a la
comunidad de Corinto.
De otra parte, es
necesario tener siempre presente que, con la Eucaristía, el Señor nos da la
posibilidad de un acto salvífico perfecto que realiza su presencia personal y
viviente en medio de nosotros, hasta el punto que el Concilio Vaticano II
enseña que “en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de
la Iglesia” (PO, 5). No es posible, por consiguiente, acostumbrarnos a tratar
con frivolidad este don incomparable. Estas reflexiones es preciso tenerlas
presentes, concretamente, por lo que se refiere a la celebración de la
Eucaristía en casas de familia. Si bien, en un sentido, puede considerarse una
gracia de Dios para una familia y puede verse como la ocasión de tener una
celebración íntima y gozosa de la fe, en otro, es la causa de no pocos
problemas.
En efecto, podemos
constatar estas dificultades: 1) Es imposible complacer a todos los que
quisieran una celebración eucarística en su casa. 2) No siempre se tiene el
ambiente adecuado para la celebración de un misterio tan grande y se puede
terminar en una banalización o irrespeto de lo sagrado. 3) Se facilita la
actuación de supuestos sacerdotes o de sacerdotes que no están en comunión con
el Papa y buscan crear sus grupos o beneficiarse económicamente. 4) Se presta
para la simonía, para reducir la Eucaristía a un acto social y para otros abusos.
Por tanto, sobre la Eucaristía en casas de familia sigamos las siguientes
disposiciones:
1. La Misa en las casas
sólo se autoriza cuando haya un enfermo en estado grave, que no puede ir al
templo.
2. No se permite en una
casa más de dos misas cada año y se buscará que nunca sea en sábados o
domingos.
3. Debe celebrarla el
párroco o su vicario o un sacerdote expresamente delegado por él.
4. Se la debe preparar
cuidadosamente, celebrar con unción, aprovechar para una buena catequesis y
para motivar un más claro sentido de pertenecía de los fieles a la parroquia.
5. En caso de que la
celebración la presida un sacerdote pariente o amigo cercano del enfermo debe
tener permiso por escrito del Párroco y esto debe darse a conocer al comienzo
de la Eucaristía.
6 .Las Misas de
exequias, que no se celebran en el cementerio, deben celebrarse en la parroquia
del difunto; es preciso exigir esto a las funerarias.
7. Por las Misas en las
casas queda prohibido recibir cualquier estipendio. Así se da un verdadero y
desinteresado signo de cercanía de la parroquia con las familias y los enfermos
y se desmonta el contexto que muchos pueden utilizar para hacer negocio con lo
sagrado.