SEPULTAR A LOS DIFUNTOS
31 | 10 | 2016
Ha
causado sorpresa en algunos medios de comunicación la Instrucción “Ad
resurgendum cum Christo”, que ha promulgado la Congregación para la Doctrina de
la Fe, no obstante que no presenta ningún cambio en la doctrina católica.
Deberíamos ver esta orientación como un oportuno llamado en este Año Jubilar y
ahora cuando estamos para comenzar el mes de noviembre a practicar dos obras de
misericordia; una corporal: enterrar a los muertos, y la otra espiritual: orar
por los difuntos.
El
asombro se deriva del contraste entre lo que siempre ha enseñado la Iglesia
sobre la sepultura de los muertos y las diversas costumbres que se han venido
imponiendo y que pueden dejar en penumbra la fe en la resurrección.
Efectivamente, hoy se ha generalizado la práctica de la cremación que luego
termina dispersando las cenizas en la montaña o en los ríos, repartiéndolas
entre los parientes, convirtiéndolas en recuerdos conmemorativos o
integrándolas en piezas de joyería.
Lo
primero que la Iglesia afirma es la resurrección de Cristo, “verdad culminante
de la fe cristiana, predicada como una parte esencial del Misterio pascual
desde los orígenes del cristianismo”. Y como conclusión de ello que “Cristo nos
libera del pecado y nos da acceso a una nueva vida”. De esta manera, Cristo
resucitado es principio y fuente de nuestra futura resurrección. Más aún, en el
Bautismo, nosotros hemos resucitado con Cristo y participamos ya de su vida
celestial (cf Rm 6,4; Col 2,12; Ef 2,6).
La
Iglesia, en segundo lugar, recomienda insistentemente, de acuerdo con la
tradición cristiana, que los cuerpos de los difuntos sean sepultados en los
cementerios o en otros lugares sagrados. Es como una memoria de la muerte y
sepultura del Señor, es una expresión clara de la esperanza en la resurrección
corporal, es un signo del respeto y compasión debidos al cuerpo a través del
cual se expresó toda la persona y, finalmente, es una ayuda para que la familia
y la comunidad cristiana recuerden y oren por los difuntos.
No
se opone la Iglesia a la creación cuando la exigen razones higiénicas,
económicas o sociales, pues la cremación no impide al poder de Dios resucitar
el cuerpo. Pero establece que, si por razones legítimas se opta por la
cremación, las cenizas deben conservarse en un área especial reservada para
este fin en los cementerios o en otro lugar sagrado. Sin embargo, como
prescribe el derecho canónico, si la cremación se hace por razones contrarias a
la doctrina cristiana, no tiene sentido celebrar las exequias.
No
está pues permitido conservar las cenizas en el hogar o esparcirlas en el aire
o en el agua, con un malentendido panteísta, naturalista o nihilista. La
Instrucción nos invita también a mantener el recuerdo de los difuntos y a orar
fervientemente por ellos, pues son parte de la comunidad cristiana que cree en
la comunión, como dice el Catecismo de la Iglesia, de “los que peregrinan en la
tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la
bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia”.
Hoy
cuando el materialismo, el mercantilismo y la superficialidad, dentro de una
cultura laicista, llevan a escamotear el misterio de la muerte, a marcar la
dicotomía entre cuerpo y espíritu, a querer deshacerse rápidamente de los
cadáveres y, en últimas, a negar la vida eterna, invito a los sacerdotes a
enseñar la doctrina cristiana y a los fieles a acogerla con creyente
acatamiento. La Iglesia, en una lección de humanismo, no hace otra cosa que
mostrarnos la dignidad de la persona humana, que se respeta y honra hasta
después de la muerte con la celebración de los funerales y la conveniente
sepultura.