EDUCAR ES ENSEÑAR EL ARTE DE VIVIR
30 | 01 | 2017
Estamos iniciando un nuevo año escolar. Es oportuno pensar
que la educación no es cuestión insignificante, que no es responsabilidad de
otros, que no es una actividad ya establecida que se reproduce mecánicamente.
Por medio de la educación aportamos a la construcción de las personas y realizamos
el modelo de nuestra sociedad a corto y largo plazo. De acuerdo con el tipo de
educación que implementamos o que excluimos así será la sociedad que tendremos en
el presente y en el futuro. Por eso, ciertas ideologías se proponen entrar
abierta o sigilosamente en la educación, para moldear la sociedad desde la
perspectiva que les interesa.
Una cosa es educar y otra bien distinta domesticar. La
primera es ofrecer principios, aportar valores, crear destrezas y hacer capaces
de las virtudes en los que se fundamenta una civilización y la otra es la
imposición de visiones y prácticas que alguien decide introducir en las nuevas
generaciones y en la sociedad a partir de determinadas políticas. Toda la
sociedad debe estar vigilante para cuidar los principios y valores a los que no
se puede renunciar y que son garantes de la dignidad de la persona humana, de
la estructura natural de la sociedad y de las exigencias del bien común.
En este proceso tienen un papel protagónico e inalienable los
padres y madres de familia, pues les asiste un derecho primigenio a orientar la
educación de sus hijos, que ninguno puede conculcar. Así mismo, en este campo
tienen una palabra esencial los maestros que, a partir de su vocación, de su
experiencia y de su responsabilidad social, son una fuente objetiva de
perspectivas para ayudar a elegir los mejores modelos educativos. Igualmente,
la Iglesia por su misión y por su trayectoria de servicio a la humanidad no
puede renunciar a ofrecer sus análisis y sus propuestas.
Hay una educación que el Estado debe propiciar con todos sus
recursos desde unos criterios, para no caer en un totalitarismo, acordados con
la sociedad; pero hay una educación que respetando y aun promoviendo esos
mismos criterios tiene su propia perspectiva desde la iniciativa particular. En
ese contexto se sitúa la llamada Escuela Católica. No es desconocida la enorme
labor que realizan tantos colegios y universidades dirigidos por diócesis,
comunidades religiosas y asociaciones eclesiales, que aportan con respeto y
competencia un específico modelo educativo.
No se le puede negar a la sociedad que intervenga en la
orientación de la educación ni a la Iglesia que ofrezca su manera de ver al
hombre y a la mujer, su concepción de la sociedad y de la historia y su
propuesta de realización de la persona humana aprendida desde su búsqueda
espiritual, desde sus aciertos y sus errores. Se trata de un servicio honesto y
creativo en una cosmovisión plural y democrática en la que también los
cristianos tenemos un contenido para proponer y una pedagogía respetuosa para
aportar dentro del único objetivo de lograr la realización integral de las
nuevas generaciones y de toda la sociedad.