SOCIEDAD, ¿ABIERTA O DECADENTE?
07 | 05 | 2012
Vivimos en una sociedad
pluralista y abierta, donde cada uno puede decir y hacer lo que quiera. En
principio, podría afirmarse que esto está bien, pues manifestaría un ambiente
de libertad. Sin embargo, es preciso analizar detenidamente si, en nombre de la
libertad y de la felicidad, se puede entender que avance el libertinaje masivo
de la juventud, la banalización de la sexualidad, la desvalorización del
matrimonio, la desintegración de la familia, la búsqueda deshonesta del dinero,
el aprovechamiento indebido de los bienes públicos, la violencia como medio
normal de afirmación y de conquista, el atropello a los derechos de los demás,
la impotencia para educar a las nuevas generaciones, el egoísmo para acoger y
respetar la vida humana, la indiferencia frente a una alarmante inequidad, la
superficialidad en el comportamiento personal y social.
Estos y otros fenómenos
semejantes, que diariamente contemplamos, tal vez no sean la feliz emancipación
de una moral superada, sino más bien un triste despilfarro de recursos y
posibilidades humanas. Al comprobar las nefastas consecuencias para la sociedad
de este estado de cosas, convendría poner en discusión esta “filosofía” que,
basada en el materialismo, el hedonismo y el relativismo, a lo largo de la
historia, ha herido de muerte a las clases sociales y a las civilizaciones que
la han adoptado. Esta forma de ver y de orientar la vida lleva a la frivolidad,
socava la estructura social, hace inoperante el derecho y, en último término,
impide la libertad y malogra la plena realización de las personas y los
pueblos. En otras épocas, cuando estaba en juego la vida del hombre, no era
necesario ser cristiano, bastaban la razón y la buena voluntad, para reprochar
estos desafueros.
Hoy, la Iglesia debe
hacer frente a esta desorientación, debe sentir que es parte de su misión el
invitar a un debate cultural en diversos niveles, el ofrecer con respeto pero
con seguridad su visión del hombre y del mundo para enfocar la esfera de la
política, de la leyes, de la administración pública, de la educación y de la
integración social. No podemos callar aunque, con frecuencia, no logremos crear
conciencia e influir en la sociedad y veamos que son ciertos medios de
comunicación los que dominan la masa y
hacen pasar por verdadera o por buena cualquier cosa. No es posible no advertir
que la libertad y la felicidad de la persona no implican el libertinaje, la
deshonestidad, la violencia y la cómoda aceptación de todas las exigencias de
los instintos y las pasiones.
La posición de la Iglesia,
a veces contracorriente, frente a temas fundamentales como la vida, la familia,
la educación, el bien común, la necesidad de trascender, no es un “no” a cuanto
a primera vista resulta placentero, sino un gran “sí” a las mejores
posibilidades de la persona y de la sociedad. Estas cosas hay que decirlas y
explicarlas, proponerlas y reafirmarlas hasta que vayan formando la conciencia
de la gente y haciendo cultura. Los sacerdotes debemos tratarlas, sin cansarnos
y sin ofender, en las homilías, en las catequesis, en el diálogo personal, en
los encuentros con diversos grupos. Los laicos, utilizando sus talentos y las
oportunidades que se les presenten, deben igualmente anunciarlas con su
testimonio y con su palabra en todos los ámbitos de la sociedad civil. Antes
que escandalizarnos por lo que otros dicen y hacen, debemos preocuparnos por lo
que nosotros callamos.
Pareciera que en el
mundo en que vivimos no bastan la realidad, la evidencia y la razón; es como si
no se impusieran por sí mismas. Antes no había necesidad de demostrar que las
vacas no vuelan. Todos lo sabían y lo aceptaban. Hoy parece que no es así. Por
tanto, cuando vemos estos fenómenos que indican claramente una crisis de
civilización, una decadencia de la sociedad y un peligro para las personas,
aunque no siempre guste y aunque no siempre nos escuchen, debemos mostrar, con
humilde respeto, el camino de la verdad y del bien. Es una ocasión de ser luz y
sal en el mundo como nos ha mandado el Señor; es una forma eminente de servicio
a la humanidad; es una gran oportunidad de vivir nuestra condición de profetas
y pastores. Pero para ello, la verdad y el bien tienen que empezar por casa.