JESÚS EMILIO, MÁRTIR
29 | 07 | 2017
Nos ha sorprendido, por la gracia
que entraña y por el momento en que ha llegado, la doble noticia de que el Papa
Francisco ha reconocido el martirio de Mons. Jesús Emilio Jaramillo Monsalve,
Obispo de Arauca, y que él mismo presidirá su beatificación en Villavicencio el
próximo 8 de septiembre. Como sabemos, Mons. Jesús Emilio fue torturado y
asesinado por el ELN, mientras realizaba una misión pastoral en varias
poblaciones de su diócesis, el 2 de octubre de 1989. El proceso que ha
concluido con el reciente decreto del Santo Padre garantiza que no ha sido sólo
una muerte más, dentro de la absurda violencia que padecemos, sino una muerte
especialmente configurada con la de Cristo.
La Carta a los Hebreos nos
explica que la novedad de la muerte de Cristo consiste en que no es la de un
incauto que cae en manos de sus enemigos, sino la de un sacerdote que, en lugar
de ofrecer animales como sacrificio, se ofrece a sí mismo por la salvación de
todos (cf Heb 9,11-14). De esta manera, destruyó la violencia que se vino
contra él, mediante el amor. Desarmó y rompió la dinámica interna de la
violencia haciéndose víctima por la causa que lo hizo vivir. La maldad de los
que lo mataron quedó sepultada en la finalidad y en el amor con que él se
entregó. No se dejó quitar la vida, la ofreció (cf Jn 10,18).
La muerte de Cristo entraña un
anuncio impresionante para la humanidad. Grita a cada persona humana que la
violencia es un instinto arcaico, un regreso a comportamientos primitivos, una
incapacidad lamentable de entrar en la libertad y la plenitud de vida que Dios
quiere para cada ser humano. En realidad, la violencia nunca triunfa. En
ciertos relatos el verdugo es el vencedor, pero Jesús trastocó las cosas;
venció al dar la vida. San Agustín lo sintetizó: “Victor quia victima” (Conf.10,43). Sin la victoria sobre el mal, a
fuerza de bien, no dejamos de ser una tribu primitiva
También la muerte de Mons. Jesús
Emilio trasciende en la grandeza de una ofrenda sacerdotal. Ha destruido el
sinsentido de la violencia al tomar su vida y su muerte y hacer de ellas una
experiencia y una continuación de la Pascua de Cristo, entregándose por su
pueblo al permanecer con él y correr todos los riesgos de la misión. Con
lucidez anotaba en su Diario el 16 de junio de 1975: “Por tanto, acepto mi muerte no en la claridad de la mente sino en el
claroscuro de mi fe… La muerte es la encrucijada de todos los misterios. ¡Ya
estoy muy cerca de desatar el nudo gordiano! Muy pronto, así lo espero en mis
noches, yo veré”.
Más aún, veintisiete años antes
de su martirio había escrito: “Yo quiero
expresar aquí, en la presencia del Dios que me ha de juzgar muy pronto, los
sentimientos de mi alma: Quiero que la muerte realice, por fin, mi
incorporación con Cristo y sea una reproducción de su dolor y una expiación de
mis pecados y de los ajenos. Quiero, a pesar de mi naturaleza frágil, divinizar
mi agonía, mi miedo, uniéndome al terror del Cristo de la agonía. Sobre todo,
dejo constancia de mi fe en la resurrección de Cristo, que me será participada
por su misericordia. En mi pecho tengo la certeza que me incorporaré de nuevo
un día, después del tiempo y de la historia, después del olvido, la soledad y
la podredumbre. Entonces la inmortalidad vestirá mi mortalidad y la Vida se
absorberá mi propia muerte. El grano de trigo, podrido, surgirá hecho colino de
perenne verdor, y el cuerpo tendrá la luz de las estrellas” (He ahí al
Hombre, 1962, p. 172-173).
Así, en el martirio de Mons. Jesús Emilio, preparado a lo largo de su vida de místico y de apóstol, ha resplandecido de nuevo la santidad de Dios y la dignidad de la persona humana. Su muerte fue el anuncio misionero más solemne, la prueba hasta la sangre de su entrega total por la grey y la mejor presentación de su ser realmente transfigurado por el Evangelio. Con su martirio nos dice, en este momento de la historia, que la vida se gana dándola, que la última palabra la tiene el amor, que no podemos entrar en la desgracia de claudicar ante el bien y la verdad y que la Iglesia, si es necesario, debe seguir siendo víctima para que continúe en el mundo el dinamismo de la resurrección del Señor.