DÉCIMO ENCUENTRO - MI COMPROMISO EN LA IGLESIA
13 | 11 | 2018
Objetivo
Recoger las ideas fundamentales del camino que hemos seguido en estas catequesis y concretar algunos compromisos que nos ayuden a renovar nuestro sentido de pertenencia a la Iglesia.
Saludo Y Bienvenida
El animador da la bienvenida a los miembros del grupo, invitándolos a que con alegría compartan este último encuentro de formación sobre la vida de nuestra Iglesia particular en el marco de su sesquicentenario.
Motivación
Al llegar al encuentro a cada uno de los participantes se le entregará una ficha bibliográfica o una hoja en blanco y se le invita a que escriba allí algunas ideas que hayan quedado claras a lo largo de este camino de formación que se ha realizado. Luego las van a compartir, tratando de encontrar cuáles son los aspectos más importantes que se han compartido.
Tema de formación
Mi compromiso en la iglesia
Vivimos tiempos difíciles y complejos en el mundo, pero también tiempos privilegiados para demostrar nuestro amor profundo a la Iglesia y comprometernos con ella y más cuando se ha puesto de moda hablar de la Iglesia con cierto desprecio y con ferocidad, cuando la persecución no da tregua y cuando la faltas de amor se hacen evidentes con la crítica destructiva, la falta de identidad, y compromiso e inclusive con algunas exageraciones que en nombre del amor tergiversan nuestra identidad de Iglesia. Y esto se hace aún mucho más doloroso cuando viene de los propios hermanos que están dentro de la Iglesia, que son bautizados; esto ha ocasionado una especie de mancha oscura que será difícil de quitar y sobre todo aquello que dijo alguien que ¡Ojalá no lo hubiera dicho nunca!: “Cristo, sí; Iglesia, no”.
Hoy,
en muchos ambientes y medios de comunicación, se suele despreciar a la Iglesia:
se la considera como un resto del pasado, como una organización que “le lava el
cerebro” a la gente, una empresa más, un poder social y económico, un grupo de
presión en la sociedad, cosa de curas y monjas...
Si
nos acercamos con detenimiento a la doctrina del Concilio Vaticano II en la
Constitución sobre la Iglesia Lumen gentium veremos que allí se afirma
· La Iglesia es misterio de comunión: Tiene sus raíces más profundas en el Misterio Trinitario de Dios. Es fruto del designio de salvación del Padre, en ella está presente el Espíritu Santo y tiene como fundador y cabeza a Cristo, constituyendo su cuerpo místico. Cristo ama a la Iglesia como a su esposa.
· La Iglesia es Sacramento Universal de Salvación: Es continuadora de la misión de Cristo, siendo signo visible y eficaz de la salvación que nos ha llegado en Jesús. Su meta es unir a los hombres con Dios y a los hombres entre sí, en Cristo.
· La Iglesia es Pueblo de Dios: Todos sus miembros tienen la misma dignidad, laicos, religiosos y pastores. Todos hemos sido incorporados a Cristo en el espíritu por el bautismo. Cada uno debemos cumplir nuestra misión. Por tanto la Iglesia está llamada a ser instrumento para la construcción del Reino. Está llamada a anunciarlo, instaurarlo. Debe ser su germen y fermento.
· La Iglesia está llamada a la misión: Es esencialmente misionera. "Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la Santa Misa, memorial de su Muerte y Resurrección gloriosa" (Pablo VI, Evangelii nuntiandi, nº 14). En el orden de la fe, la Iglesia es madre.
Ahora bien, frente a esto ¿Cuál debe ser nuestro compromiso? La respuesta no se hace esperar: Vivir un amor apasionado a la Iglesia.
Nuestro
Arzobispo nos propone 7 caminos concretos para acrecentar el amor hacia ella:
1. Debemos superar la visión de la Iglesia como una simple institución
humana. Con frecuencia se la mira solamente como una organización con fines
culturales o sociales. Es verdad que la misión de la Iglesia debe tener hondas
repercusiones en el modo de vivir la sociedad y que con frecuencia debe suplir
tareas en campos como la educación, la salud, la promoción laboral. Sin
embargo, la Iglesia ha sido congregada y enviada por Cristo como testigo y
servidora de un proyecto más grande: el plan de salvación de Dios.
2. Debemos ver la profunda unidad entre Cristo y la Iglesia. Desde la
experiencia inicial de Cristo y los Apóstoles, como está documentada en los
textos bíblicos, Cristo se identifica con su Iglesia, se prolonga en ella,
actúa a través de ella. No tiene ningún sentido decir que se cree en Cristo,
pero que no se cree en la Iglesia. En efecto, la Iglesia sin Cristo no tiene
razón de ser y Cristo quiere tener una nueva y actual corporeidad por medio de
la Iglesia. La fe en Cristo sin la Iglesia no supera lo que sería una idea, un
sentimiento, o un afecto a un personaje.
3. Debemos considerar que la vida y la misión de la Iglesia no se
fundamentan, como piensan algunos, en sus logros culturales, en sus estrategias
políticas, en sus bienes materiales, en su trayectoria histórica, en su imagen
mediática, en sus proyectos sociales. La Iglesia, en realidad, vive de una
misteriosa y permanente intervención de Dios que la ha pensado desde siempre,
la sostiene en el tiempo y la hace capaz de una vocación que ciertamente la
supera: continuar el dinamismo de la Pascua de Cristo.
4. Debemos vivir la indispensable dimensión comunitaria de la Iglesia. Sin
ella, la auténtica Iglesia de Cristo no existe, porque no es posible seguir a
Cristo, hacer presente a Cristo, continuar la obra de Cristo en solitario. Aun
en el plano humano, no se puede creer ni amar sin referencia a los demás. La
mentalidad individualista lleva sólo al egoísmo y a la autosuficiencia, que
finalmente constituyen un fracaso en el plano del ser y del hacer. Crear
comunidad es una tarea pendiente y apasionante
5. Debemos incrementar el sentido de pertenencia de todos los bautizados a
la Iglesia. No aparece la auténtica Iglesia si se la identifica únicamente con
obispos, presbíteros y religiosos. La Iglesia somos todos los bautizados, cada
uno con un puesto y una función en el Cuerpo del Señor. Siempre nos
complementamos y apoyamos mutuamente los unos en los otros. Llegar a esto exige
una formación espiritual y catequética permanente, una dinámica renovada de
comunión y participación.
6. Debemos aprender a amar a la Iglesia, más aún a sentir con la Iglesia y
a vivir todo con la Iglesia. Esto se logra cuando descubrimos que la Iglesia es
nuestra madre, que nos ha engendrado en la fe y nos conduce en el conocimiento
y la experiencia de Cristo. Más allá de sus limitaciones y pecados, que son los
de todos nosotros, la Iglesia es la institución más noble, más sólida y más
bella que pueda tener la humanidad. Para cada uno de nosotros, la Iglesia no
puede ser sino un motivo creciente de alegría y corresponsabilidad.
7. Debemos percibir que es el Espíritu Santo quien guía a la Iglesia y que
lo hace cuando nos mueve a cada uno de nosotros, con fuerza y con dulzura, a la
santidad, a la fraternidad y al compromiso apostólico. Si la Iglesia no logra
ser plenamente luz y sal y ciudad sobre el monte, como Dios quiere que sea en
el mundo, es por culpa de nosotros que nos resistimos a la enseñanza y a la
acción del Espíritu Santo en nuestra vida. Estamos también hoy en la
posibilidad de permitir y cooperar con el milagro de Pentecostés[1].
Pero más allá de todo esto y como conclusión de todo este ciclo de
catequesis que hemos vivido, debemos llegar a una conclusión: Yo soy la
Iglesia, nosotros somos la Iglesia.
Muchas veces nos quedamos contemplando solamente la Iglesia en sus
instituciones o como un concepto lejano a nosotros; pero la realidad más
profunda es que el misterio de la Iglesia comienza a realizarse en cada uno de
nosotros, injertados en el Cuerpo de Cristo desde nuestro Bautismo y llamados a
construir en comunión con los hermanos el templo de Dios.
Y para comprender el compromiso que tenemos cada uno de nosotros al ser
Iglesia, bien valdría la pena que volviéramos sobre ese texto del Evangelio de
San Mateo que traza para nosotros como Iglesia un programa de vida: “Ustedes
son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué la salarán? No
sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Ustedes son la luz del
mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se
enciende una lámpara para meterla debajo de la mesa, sino para ponerla en el
candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así su luz a los hombres,
para que vean sus buenas obras y den gloria a su Padre que está en el cielo”
(Mt 5, 13-16)
La imagen de la sal es bien llamativa, ella es usada
normalmente para dar sabor a las comidas, y en la antigüedad, en ausencia de refrigeradores,
era también usada para preservar los alimentos.
Ambos usos, aplicados a la imagen del Evangelio
resultan bien interesantes: en primer lugar los cristianos somos llamados a dar
sabor al mundo; pero no un sabor cualquiera, sino el sabor de Dios.
Tal vez era esta la imagen que se usaba antiguamente
cuando en el día del bautismo a los niños se les daba a probar por primera vez
la sal, como mostrándonos que la existencia cristiana tiene un sabor distinto a
la de los demás, porque tener a Dios en la vida y en el corazón tiene que dar
un sentido distinto a la vida.
Lástima que tantos cristianos tantas veces nos vamos
mimetizando con el mundo y con su estilo de vida, y vamos perdiendo el sabor…
lástima que esa cultura de la deshonestidad, de la corrupción, de la mentira,
de la violencia vaya calando en nuestra vida y nos vaya haciendo perder el
sabor… cuántos de nosotros hemos perdido el sabor de Dios, y entonces como dice
el Señor en el Evangelio: “si la sal pierde su sabor no sirve más que para tirarla
y que los demás la pisen”.
Lo mismo pasa con la imagen de la sal que sirve para
preservar: cada uno de nosotros estamos llamados a preservar los valores del
Reino; de hecho, tenemos en nuestra vida el mejor de los tesoros que es la
experiencia de Dios y tendríamos que custodiarla para que las tentaciones no la
echen a perder. Sin embargo, cuántas veces en lugar de preservar los valores
del Reino nos aferramos más bien a nuestras situaciones de pecado que en lugar
de preservar pudren.
Y la imagen de la luz es igualmente llamativa: muchas
veces en el Evangelio a Jesús se le llama o Él mismo se identificaba como luz;
pues bien, Él nos ha comunicado su luz, es el bellísimo signo que se usa aún
hoy en el Bautismo, cuando se enciende la luz del cirio pascual que se entrega
a los padres y padrinos.
La luz de Dios se ha encendido en el corazón de cada
uno de nosotros… y como dice el Evangelio, no se enciende una lámpara para
meterla debajo del cajón, sino para alumbre a todos los de la casa.
Los cristianos estamos llamados a ser luz que
transmita esperanza, que ilumine tantas oscuridades y tantas tristezas de
nuestro mundo, que saquen a la luz las obras de cuantos habitan en tinieblas
para dejar que la luz de Dios pueda seguir llegando a muchos.
Y dice el Señor que no se puede ocultar una ciudad
puesta en lo alto de un monte, mostrándonos con ello que la Iglesia está
llamada a ser en medio de tantas oscuridades una ciudad luminosa, capaz de
irradiar la luz y la presencia de Dios a los demás.
¿Y cómo podemos ser luz? El profeta Isaías nos lo
explica: “Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste
al que ves desnudo, y no te cierres a tu propia carne. Entonces brillará tu luz
como la aurora” (Is 58, 7-10).
En un mundo lleno de indiferencias e injusticias, los
cristianos debemos brillar por la caridad, y por la coherencia de vida, que nos
ayude a ser un verdadero testimonio de la presencia de Dios.
Ese tiene que ser nuestro compromiso: renovar nuestro
sentido de pertenencia a la Iglesia y comprometernos como Iglesia que somos a
irradiar en el mundo los valores del Reino de Dios.
Para Profundizar
El animador invitará a que se desarrolle un diálogo a partir de estas preguntas:
·
¿Cómo podemos mejorar nuestro sentido de pertenencia a la
vida de nuestra Iglesia y de nuestra Arquidiócesis?
· ¿Qué compromisos nos dejan estas catequesis para nuestra vida concreta?
Nota: convendría terminar este encuentro con un ágape fraterno que permita compartir en fraternidad y recoger toda esta experiencia de Iglesia.
Oración Final
Se pone un cirio en el centro del salón; y cada uno en una ficha va a escribir un compromiso concreto que desee hacer para mostrar su amor y sentido de pertenencia a la Iglesia y la van a poner alrededor del cirio; y luego todos oran unidos la oración por la Arquidiócesis de Medellín que aparece en la contraportada de esta cartilla.

[1] Tomado de “Acercarnos a la realidad profunda de la
Iglesia” de Monseñor Ricardo Tobón Restrepo. En: Semanario Arquidiócesano (14
Agosto 2017)